domingo, 27 de marzo de 2011

Árabes y musulmanes

En medio de esta ola revolucionaria que sacude el mundo árabe, la crónica televisiva de los acontecimientos sacude también mis oídos con el uso equívoco de los términos árabe, musulmán o magrebí. Y no sólo en esos programas matinales en los que se analiza, con el mismo rigor y por la misma gente, tanto la actualidad geopolítica como la eficacia de una pomada antihemorroidal o la última salida nocturna del ex-amante de la pareja del sobrino de una tonadillera. Incluso los informativos más respetables siembran la confusión a menudo, con redacciones propias de un becario, cuando  designan a tal o cual país o ciudadano como árabe, musulmán, islámico o islamista. Un sondeo apresurado entre algunos amigos ilustrados, me ha persuadido de que quizá no sea ocioso aclarar algunos conceptos.

El llamado mundo árabe denomina a una comunidad de base lingüística, no racial, étnica o religiosa. Del mismo modo que un país hispano es aquel donde la lengua oficial o mayoritaria es el español, un país es árabe cuando tiene esa lengua como principal o predominante. El término se extiende a los ciudadanos  y comunidades araboparlantes de esos países, pero no a las minorías que utilizan una lengua distinta  como, por ejemplo kurdos o bereberes.
Como parece obvio, un país musulmán es aquel que tiene el Islam como religión mayoritaria. Pero, a pesar del entrelazamiento entre idioma, cultura árabe y religión islámica, hay muchos países musulmanes que no son árabes. Desde los más próximos, como Turquía, Irán, Afganistán o Pakistán (donde se hablan el turco, el persa el pashto y el urdú) hasta el sudeste asiático (Indonesia es el país musulmán más poblado) pasando por las repúblicas del Asia Central.
También existen comunidades árabes no musulmanas, como lo coptos en Egipto o los maronitas y los drusos en Líbano, Siria o Jordania.

El mundo árabe, pues, se extiende desde Mauritania y el Sáhara Occidental por todo el Norte de África y la península arábiga, más Sudán (incluido el Sur secesionista), Somalia y Djibuti. Los mismos países que, junto con el archipiélago de Comores, integran la Liga Árabe. En todos ellos se habla el árabe, que aun con sus variedades dialectales habladas, mantiene la unidad en su versión escrita y literaria y en el árabe moderno normativo que emplean los medios de comunicación panarábicos como Al Jazeera o Al Arabiya.

Este mundo árabe así delimitado se divide geográficamente en sus dos mitades occidental y oriental. El Magreb y el Máshreq (Al-Magrib y Al-Masriq), literalmente Poniente y Levante. La línea divisoria clásica coincide con el eje del actual conflicto libio, aunque toda Libia se incluye hoy en el Magreb. Son magrebíes, por tanto, los libios, tunecinos, argelíes, marroquíes, saharahuis y mauritanos. Todos los países árabes al Este de Libia forman el Máshreq.

Dicho todo esto, seguro que seguiremos oyendo a los medios llamar magrebí a un egipcio, árabe a un turco o musulmán a un copto, hasta aburrir a las ovejas de confundir churras con merinas (por cierto, las churras son las del hocico y las orejas negras).

miércoles, 23 de marzo de 2011

De qué hablamos cuando hablamos de Libia

Posiblemente sea empezar con un trazo demasiado grueso decir que Libia es un invento italiano. Pero, aunque la franja costera del Golfo de Sidra se ha forjado bajo el dominio de fenicios y griegos, cartagineses y romanos, vándalos y bizantinos o árabes y otomanos, no fue hasta el siglo XX cuando Italia, que había llegado a los aplausos en la escena del reparto colonial de África, arrebató al desmoronado Imperio Otomano Trípoli (o la Tripolitania) y la Cirenaica (la mitad oriental dominada por Bengasi), para establecer la colonia de Libia, con sus actuales fronteras, añadiendo al Sur la misérrima región tuareg de Fezzan. Tras la derrota italiana en la II Guerra Mundial, la ONU tuvo a bien dejar los rayones fronterizos como estaban y convertir la antigua colonia en Reino independiente en 1951. Dieciocho años duró el reinado de Idris I y único de Libia, monarca sanusí, cirenaico, proocidental y, en general de buenas intenciones, hasta ser derrocado en un golpe militar por un oficialucho tripolitano de origen beduino, que ha liderado sin discusión un país hecho de retales, durante cuarenta y dos de sus sesenta años de historia como Estado independiente.
Es difícil imaginar Libia sin Gadafi. Más allá de lo extravagante y siniestro del personaje, hay que reconocer que es un verdadero crack de la geopolítica de las últimas décadas. Todavía hoy el nombre oficial de Libia es el de Gran Jamahiriya Árabe Libia Popular Socialista. Y eso por abreviar, que la definición de Jamahiriya (una forma sui generis de república) da para varios párrafos. Se basa en la Tercera Teoría Universal de su Libro Verde que, citando la Wikipedia, "es una mezcla de anticapitalismo con asambleísmo tomado de las tribus beduinas y valores islámicos y de Estado socialista con nacionalismo árabe, con referencia también a los principios de la antigua democracia griega, unida a la idea de que es necesario un líder supremo y guía de la revolución."
¡Toma!
Si no resulta suficientemente estrafalario, la trayectoria del Coronel ha discurrido simultáneamente por el anticomunismo y el pro-sovietismo, el panarabismo laico y el panislamismo, el intervencionismo belicista y el panafricanismo pacifista. De alcahuete terrorista y enemigo público número uno de Occidente ha pasado a diplomático y socio de referencia, plantando la Jaima en los palacios presidenciales de media Europa, para bochorno fotográfico de algunos de los mismos líderes que ahora lo bombardean.
El caso es que Gadafi ha sido Libia y Libia ha sido Gadafi durante casi toda su independencia. Se me antoja cierto paralelismo con Yugoslavia y Tito. Y es posible que también desaparezcan a la vez. No discuto la necesidad de evitar que masacre a la población civil, ni lamentaré lo más mínimo que se trunque otra dinastía republicana en el mundo árabe. Aunque se consiga derrocar a Gadafi, es difícil saber dónde parará esta guerra. Si en una escisión del territorio en dos Estados más naturales con capital en Trípoli y en Bengasi, si en una contienda permanente de tribus y señores de la guerra. Son muy poco alentadores los resultados de las últimas intervenciones militares en Kosovo, Afganistán e Irak. Ojalá sea diferente esta vez, pero no dejo de preguntarme de qué hablaremos en el futuro cuando hablemos de Libia.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Tsunami global (II). Los cincuenta samurais.

Ahora que veo campañas con el eslógan Pray for Japan, se me ocurre que la sucesión de calamidades que padece el pueblo japonés está a la altura bíblica de las que perpetraba el Dios de Israel contra Egipto, Babel, Sodoma y Gomorra. No creo, desde luego, que estén pagando su fe sintoísta o budista, aunque me sobrecoge la estoica resignación, la serenidad hasta en el llanto y la disciplinada mansedumbre con que parecen afrontar un dolor tan insoportable. No sé cuánto tiene eso de idiosincrasia religiosa o de alienación orwelliana, el caso es que, tal vez por mi distancia cultural, los japoneses siempre me han resultado un tanto extraños. Supongo que a su favor. Como latino me cuesta menos comprender el egoísmo, el pánico desordenado y el pillaje, que la resignación y el heroísmo.
Ya es bastante pesadilla padecer el mayor terremoto de la Historia registrado en un área poblada, un inmediato tsunami de mayor furia que el de Indonesia para, a cuatro días de ello, estar fundamentalmente preocupados por un probable desastre nuclear, que relega el dolor y el llanto por las vidas que se ha llevado el mar. Resulta tan desasosegante que, en aras de la prudencia, el Gobierno haya desaconsejado enterrar a los muertos, como que sus deudos lo hayan acatado mansamente.
Con los muertos todavía sobre las playas, parece miserable analizar las consecuencias globales del colapso de la economía japonesa y, sobre todo, de la crisis nuclear. Habría preferido esperar, pero ya se ha desatado el oportunismo político sobre la cuestión. Muy propio de la más mediocre generación de gobernantes que recuerdo, a los que incluso les habrá venido bien la confusión para evitarse decisiones más urgentes sobre Libia.
Creo que, lamentablemente, lo sucedido en Fukushima significará un varapalo más para el desarrollo de la energía nuclear. De poco servirá el hecho de que ante una situación extrema, más allá de todo lo previsible en casi cualquier país, sólo una de cincuenta centrales nucleares, de construcción antigua, haya sufrido un accidente. Es cierto que de una extrema gravedad y cuyas consecuencias sólo se pueden aventurar. Pero esas centrales nucleares han cimentado el desarrollo japonés, que hasta hace bien poco era la segunda potencia económica mundial. Y el riesgo de haberlas construído en una de las zonas menos adecuadas del planeta puede compensar o no. Quizá habría que preguntarlo a cualquier haitiano.
En todo caso, en plena crisis económica y energética, descartar de nuevo la energía más barata y eficiente a cambio de las ecológicas y carísimas renovables, me parece un riesgo mucho peor y más cierto que esperar un tsunami o un terremoto devastador en la meseta española o en el centro de Europa. Pero el miedo es libre y muchos son sus administradores.
Pese a todo ello y a lo lejos que queda Japón, me alarma de verdad hasta qué extremo pueden llegar las consecuencias radiactivas de un accidente que ya se acerca al nivel del de Chernóbil y, en mitad del miedo, me sobrecoge la figura de esos últimos cincuenta operarios que, con idas y venidas, permanecenen en el bombardeo de neutrones para aminorar en lo posible la catástrofe para los suyos. Sabiendo como saben que ellos ya están perdidos, si no ahora, seguramente a corto plazo. Me pregunto si son voluntarios u obligados por sus contratos con la siniestra Tokio Electric Power, que acumula un amplio historial de irregularidades y corruptelas y cuyos directivos seguramente están a buen recaudo. Tenebrosa como un señor feudal, Tepco habrá enviado a la muerte a los cincuenta últimos de Fukushima. Cincuenta valientes, cincuenta héroes. Cincuenta samurais.

lunes, 14 de marzo de 2011

Tsunami global (I)

No creo en la numerología ni, en general, en ninguna otra paparrucha esotérica, pero reconozco que empieza a inquietarme la cantidad de veces que el cántaro número once va a la fuente de la Historia reciente. Si el once de febrero comentaba aquí el hito de la caída de Mubarak, en pleno aniversario de la revolución iraní, este once de marzo, cuando los diarios abrían con el ominoso recuerdo del 11M de Madrid - versión horizontal del terror vertical del 11S- la propia naturaleza conspiró para añadir otra efemérides catastrófica a la ya nefasta fecha. Considerando que además este año todas las fechas terminarán en once, se me empiezan a poner los pelos como pares de unos de punta.
Terremoto de registro histórico, devastador tsunami (término especialmente apropiado en este caso) y alarma nuclear. Todo un hito en la era de la Historia televisada en directo, máxime cuando ocurre en el país de las videocámaras por antonomasia. Si ya resultan espeluznantes las primeras imágenes del mar incontenible devorando japoneses con sus coches, carreteras y casas, presiento un incesante goteo en los próximos meses de vídeos sucesivos que pondrán a prueba nuestra capacidad de estremecimiento.
Antes del maremoto que en el 2004 arrasó el Índico, de Indonesia a las Maldivas, tenía como muchos la errónea representación del fenómeno como una ola gigantesca, del tamaño de un edificio, que destrozaba con el impacto de una cascada cuanto encontraba a su altura. Me sorprendió descubrir por televisión que se parecía más a una riada llana que empuja perseverante durante kilómetros la superficie amontonada, como la espuma y la barba tras una cuchilla de afeitar. No me cabe duda que el tsunami del viernes será con mucho el mejor documentado de todos los tiempos y que muchas de sus imágenes permaneceran como iconos en la memoria colectiva con solo mencionar la palabra.
Esas mismas instantáneas de casas navegando como barcos, de coches y camiones con sus conductores atrapados en autopistas que se lleva el mar por delante, hacían prever que el número de muertos sería muy elevado incluso tratándose del país más preparado del mundo ante fenómenos sísmicos. Tardará en saberse qué pequeño porcentaje de los muchos miles de desaparecidos no pasará a las listas de fallecidos. Bajo el estupor global del horror mediático, el primer gran drama será ése.
Que la tercera potencia mundial quede arrasada física y económicamente, depués de veinte años de la crisis propia y tres de la ajena tendrá también, sin duda, un importante efecto planetario. Si ya se tambaleaban los mercados ante el riesgo de rescatar de la quiebra financiera a alguna pequeña o mediana economía europea, rescatar a un gigante como Japón de un colapso catastrófico puede cambiar los parámetros generales de la economía mundial.

Dejo para la siguiente entrada el aspecto más inquietante y delicado de la catástrofe. La alarma ante la posibilidad de sumar a las calamidades un desastre nuclear. A la espera de los acontecimientos, temo que algunos efectos locales, regionales y globales de tal alarma ya sean irreversibles.