jueves, 19 de septiembre de 2013

Catalonia y Padania

Para aquellos que consideran que España es un Estado artificial superpuesto a una serie de nacionalidades históricas cuyos hechos diferenciales, antecedentes soberanos y singularidades políticas, culturales o lingüísticas justifican sentimientos independentistas y legitiman el siempre incierto derecho a la autodeterminación, convendría echar un vistazo a otros lugares, lo suficientemente apartados para desapasionar la visión de los hechos históricos, sus implicaciones y consecuencias y, desde esa cordura, volver a autoexaminarnos.

Italia es un buen candidato. Pese a que la ancestral tradición romana constituye el núcleo de toda la Historia común europea y, en general, de la civilización occidental, apenas existe como Estado desde 1861, fecha de la Unificación Italiana en torno a la monarquía de Victor Manuel II. Hasta entonces su territorio no era  sino un mosaico de Estados, Reinos, Repúblicas y colonias, con sinuosas fronteras deslizadas, solapadas o desmanteladas durante mil años. Desde la Lombardía y el Véneto hasta Nápoles y Sicilia, los orígenes étnicos y culturales pendulan entre galos, germánicos, eslavos hasta griegos y otomanos. En consecuencia, no es de extrañar que la diversidad lingüística del país sea incomparable. El idioma oficial, el italiano estándar, deriva de la lengua romance toscana, en particular del dialecto florentino en el que Dante escribió su Divina Comedia. Es llamativo que en el momento de la Unificación, cuando se adoptó como lengua oficial del Estado, su uso era absolutamente minoritario. Fue su imposición en la educación obligatoria y en el lenguaje administrativo lo que propició su extensión paulatina. Si algo consolidó y popularizó definitivamente el italiano, aunque en la actualidad sea solo la lengua materna de menos de la mitad de la población, fue la llegada de la televisión.
A su lado conviven más de veinte idiomas (sin contar sus dialectos), todos ellos de raigambre más antigua y profunda que el oficial. Cinco de ellos son hablados por más de un millón de personas: Napolitano (11 millones), siciliano (8), lombardo (7 ), véneto (3,3) y sardo (1,3). Otros cinco cuentan con entre cien mil y seiscientos mil hablantes (friulano, tirolés, occitano, sassarés y gallurés). Y, en menor medida, se hablan francoprovenzal, albanés, ladino, esloveno, alguerés, francese, grecocalabrés, bávaro, croata, carintio y alemán.
Todas estas lenguas están debidamente protegidas, sin que exista especial conflicto lingüístico. El italiano oficial es generalmente apreciado como instrumento que ha permitido la vertebración del país y los intercambios migratorios y sociales. A ello han contribuido en buena medida los sindicatos, correctamente inscritos en la izquierda, que hicieron una exitosa campaña contra el uso de los idiomas regionales y de los dialectos, en aras de alcanzar cierta unidad de la clase trabajadora.

Podría pensarse que con estos mimbres Italia necesita algún tipo de Estado plurinacional o algún esquema federal. Sin embargo dispone de un Estado de las Autonomías muy atenuado, tan solo levemente extendido en el caso de las cinco regiones más periféricas que, con todo y ello, quedan a mucha distancia de las competencias de cualquier Comunidad Autónoma española.
Aunque sí hay tensiones soberanistas y secesionistas. El nacionalismo en Italia también se inscribe correctamente en su lugar lógico, la extrema derecha. Polarizado geográficamente entre Norte y Sur, tiene un contenido más económico que identitario, con argumentos del tipo "El Sur parasita al Norte" o "Roma nos roba" (¿les suena?). Pero en lugar de proponer la secesión de sus regiones históricas, las formaciones nacionalistas de cada territorio, que se agrupan en la Liga Norte, llegaron a defender en su momento la creación del Estado de Padania, un espacio territorial artificioso, comprendido entre la frontera Norte y Umbría, constituido por todas las regiones ricas del Norte. Y aunque este nacionalismo era y es claramente minoritario, tuvo su dosis de protagonismo sosteniendo los gobiernos del ínclito Cavaliere. Los escándalos de corrupción de sus dirigentes (¿les suena?) y la crisis política y económica les acabaron llevando a unos resultados electorales pésimos (¿les suena?) y a la pérdida (bajo el gobierno de Monti) de mucha de la autonomía regional dispensada por Berlusconi (esto les sonará menos). Hoy por hoy la Liga Norte no pasa de pedir el federalismo (simétrico, por cierto) para toda Italia o, al menos, mayores dosis de Autonomía.

Si hoy el nacionalismo en Italia es un problema menor es quizá porque su discurso no se ha articulado sobre identidades lingüísticas, por muchas de las que dispusieran. Ni al más necio se le ha ocurrido aplicar a sus hijos la inmersión lingüística en friulano o gallurés como bautismo en la fe secesionista de turno. Y en general el italiano se considera un útil y apreciado instrumento de comunicación, en lugar de una imposición intolerable. Los sentimientos van por otra parte. Que muchos no identifiquen su identidad como la de italianos no les centrifuga el entendimiento. Digamos que han tenido la cordura de no atrincherarse en sus lenguas más cercanas para no enterrar la cabeza en las raíces a base de mirarse el ombligo.

A la luz del ejemplo italiano, pensar que Cataluña, que jamás ha sido Estado, ni Reino, ni República, ni entidad independiente, sino una mera región del país con las fronteras históricamente más estables de Europa; que como único argumento identitario exhibe una lengua romance de los cientos que se hablan en el continente, en la que no se ha escrito ni la Divina Comedia ni el Quijote y que ni siquiera es privativa de su territorio, pensar que pretenda convertirse en un Estado independiente dentro de la Unión Europea, causaría sonrojo hasta a los inventores de Padania. Habría que explicarles que en España son los pájaros los que disparan a las escopetas, que los conservadores defienden la igualdad entre comunidades, el centro izquierda la desigualdad federal asimétrica y la extrema izquierda la insolidaridad fiscal y los fueros medievales. Y que el caudillo de la rebelión secesionista a Más, a Más, pertenece a un partido demócrata-cristiano y liberal.

Seguro que nos dicen lo del chiste de la orgía.

Organizazione, per favore.



domingo, 10 de marzo de 2013

¿Y si fueramos una simulación informática?

Que no cunda el pánico, pero si la Humanidad no se extingue en el plazo de un par de siglos es casi seguro que tú y yo y cuanto nos rodea -el Universo entero, vaya- no seamos más que rutinas de un programa corriendo en un descomunal superordenador. Parece descabellado, pero no lo es. Al menos no lo es más que cualquier otra hipótesis científica o filosófica acerca del origen del Universo o sobre las leyes fundamentales de la Física. Y, lo que es aún más inquietante, es posible que se esté cerca de poder demostrarlo.
El padre de esta idea, el filosofo Nick Bostrom, es uno de los mayores exponentes del pensamiento transhumanista, una corriente filosófica que sostiene razonablemente, entre otras cosas, que el progreso científico y el desarrollo tecnológico serán determinantes en la evolución de la raza humana, que alcanzará con el tiempo lo que denominan un estado posthumano: un nivel de conocimiento científico lo suficientemente avanzado que permita al hombre controlar su propia evolución.
Pues bien, sobre esas bases Bostrom afirma que al menos una de estas tres proposiciones es cierta:

1.- La humanidad se extinguirá antes de llegar a un estado posthumano.
2.- Ninguna civilización posthumana con capacidad para simular su historia evolutiva estará interesada en hacerlo.
3.- Casi con toda probabilidad vivimos ya dentro de una simulación informática.
La segunda posibilidad parece muy poco probable. Descartémosla de momento y quedémonos con las otras dos.
Desde hace muchas décadas la Ciencia considera que todo el Universo del que formamos parte puede explicarse desde los componentes de la materia y la energía y sus relaciones gobernadas por unas leyes de la  Física de las que, sin conocerlas completamente, tenemos una visión aproximada. Es previsible que en el futuro lleguen a conocerse con mayor precisión. Si admitimos también que la conciencia y la inteligencia son puramente el resultado de procesos físicos, químicos y biológicos (lo que se conoce como el principio de inteligencia artificial fuerte), hay que admitir del mismo modo que pueden ser reproducibles artificialmente si se conocen perfectamente tales procesos y se dispone de la ingente capacidad informática necesaria para ello.
Actualmente ya se realizan simulaciones computacionales de la realidad, aunque a muy pequeña escala. Con muy fiables modelos de cromodinámica cuántica se reproducen comportamientos de partículas subatómicas para aprender más sobre las propiedades de la materia. Incluso con los más potentes superordenadores actuales, tan sólo se pueden simular fragmentos infinitesimales de materia, pero lo interesante del asunto es que el comportamiento de las partículas simuladas es indistinguible del de las reales. No es muy difícil especular por cuánto tendría que multiplicarse la capacidad de los procesadores para reproducir un centímetro cuadrado de materia o un cerebro humano completo o el entorno de un planeta o un sistema planetario. Algunos lo estiman en unas  1042 operaciones por segundo que, aunque es una cantidad inimaginablemente grande, no es en absoluto inalcanzable con el tiempo. De seguir la actual progresión geométrica en la potencia de los procesadores (que seguro será mayor con la llegada de los ordenadores cuánticos) es una capacidad de la que puede disponerse a la vuelta de cien o doscientos años.

Por tanto, si en cien, doscientos (o mil años, no es importante la cantidad) la Humanidad alcanza la capacidad de realizar simulaciones evolutivas (o variaciones) de sí misma que sean indistinguibles de la realidad y las lleva a cabo, estas simulaciones también serán capaces a su vez de generar nuevas simulaciones y así ad infinitum. La cantidad de estas humanidades virtuales sería tan grande que haría muchísimo más probable vivir en cualquiera de esas simulaciones que en la original y primigenia (de haber alguna).

Por todo ello y volviendo a las dos posibilidades que dejamos más arriba, se puede concluir que o bien la Humanidad se extingue en un plazo relativamente corto o es casi seguro que vivimos ya en una simulación informática.

Hasta aquí en síntesis el, a mi juicio, impecable planteamiento teórico-filosófico de Bostrom del que dejo enlazada una explicación más detallada. Lo más sorprendente es que quizá no estemos muy lejos de poder demostrar si el Universo en el que vivimos es o no una simulación. Al menos así lo sostienen científicos de la Universidad de Washington y de la de Bonn liderados por Martin Savage y Silas Beane, respectivamente. La clave está en los límites del espectro de los rayos gamma. Por no aburrir con una explicación farragosa de algo que a mí mismo me cuesta horrores entender, digamos que toda simulación tiene algún truco para evitar tener que disponer de una energía ilimitada. Si se demuestra -como apuntan algunos indicios- que los rayos cósmicos de mayor energía sufren la limitación antinatural de no poder interactuar en todas direcciones (isotropía) quedaría al descubierto la malla espacio-temporal sobre la que se tiende la simulación, de la que no cabría duda. Algo así como descubrir el armazón de un escenario de cartón piedra en el que se representa nuestro Universo.

Por cierto que en estos escenarios cabe tanto cualquier posibilidad como cualquier creencia, incluso la de Dios, al fin al cabo el creador de una simulación es en cierto modo una especie de Dios de la misma. Y a la vez procederá de una simulación de orden superior. Y cabe cualquier visión de la conciencia, desde la colectiva a la individual rodeada de un atrezzo de conciencias simuladas.

En fin que, por extravagante que parezca, esto es ciencia, oiga. Y no, no es que acabe de descubrir The Matrix. Decía Einstein "Dios no juega a los dados con el Universo". Tal vez juegue a The SIMS.