miércoles, 16 de noviembre de 2016

El muro de las cínicas lamentaciones

La primera declaración de intenciones de Donald Trump sobre  su presidencia nos tiene a los progresistas en un sin vivir de rasgarnos las vestiduras, cubrirnos de  cilicio y echarnos cenizas sobre las cabezas (Samuel 13:19) Muy apropiado teniendo en cuenta el nombramiento como principal asesor presidencial de Stephen Bannon, acusado de antisemita. Trump pretende cumplir lo prometido, deportar a dos (o tres) millones de indocumentados con antecedentes criminales o delitos y levantar un muro en la frontera con México.
Pero en realidad no parece que vaya a hacer nada muy novedoso. Más que construir, va a continuar la obra comenzada por Bill Clinton en 1994, con la Operación Gatekeeper (que además militarizó la frontera) y de la que gracias a las sucesivas administraciones Bush y Obama y el impulso del Senado ya existen más de mil doscientos kilómetros de muros, barreras o vallas electrificadas en una frontera de 3.185 km. Hay que recordar que la mayor parte de esa línea divisoria -más de dos mil km.- la constituye de forma natural el Río Grande (Río Bravo para los mexicanos) y que existen además zonas de desierto extremo donde cualquier fortificación resulta innecesaria. Por mucha voluntad que demuestre Trump, hay que reconocer que sus predecesores le han facilitado considerablemente la tarea. Para muestra, un gráfico.



En cuanto a los eventuales deportados, el electo presidente tampoco parece haber inventado la pólvora. Primero porque ya era práctica habitual en Estados Unidos -y casi en cualquier país- expulsar a los indocumentados, máxime si delinquen. Segundo, porque la escalada de deportaciones en las últimas décadas ha sido galopante.
Fuente: Univisión
De las ochocientas mil de Bill Clinton al record de 2.768.357 de Obama que, para cuando termine su mandato en enero, habrá superado ampliamente la cifra de los tres millones. Eso sí, en su caso ha dado prioridad a las expulsiones de sin papeles con antecedentes criminales, sensibilidad que declara compartir ahora su sucesor.


Y, digo yo, no será que la alarma ante Trump de los que nos sentimos defensores de los derechos civiles, particularmente en Estados Unidos, se parece cada vez más a la de Claude Rains en Casablanca, cuando cierra el Café de Rick mientras recoge sus ganancias de la ruleta. "¡Qué escándalo, he descubierto que aquí se juega!"


jueves, 10 de noviembre de 2016

El fracaso de la globalización

   Por repugnante que resulte el personaje, hay que admitir que la victoria de Trump en las presidenciales supone un triunfo de la democracia. Ganar teniendo en contra al poder institucional, a Wall Street y a prácticamente todos los medios de comunicación es un logro hasta ahora impensable. También es una lección para los que creen que todo se arregla con democracia, como si la mayoría tuviese, además del derecho, la razón (Hitler también ganó unas elecciones). Poco han aprendido los que, con estupor de monjas violadas, tachan de estúpidos e ignorantes a sus conciudadanos que han votado lo que a ellos no les gusta. Ni a mí, por cierto. Pero la verdadera estupidez es la de los que no lo han visto venir, los que creen que tipos como Trump son causa y no consecuencia de los males del sistema. No voy a repetir lo que ya expliqué aquí en mayo sobre mis temores ante una tormenta perfecta en las presidenciales pero sí a constatar que los mismos errores sobre los que advertía se han llevado hasta el extremo de este fracaso. Es loable defender a las minorías y a los más o menos desfavorecidos pero no de modo tan absoluto que se flagele permanentemente con obstinadas letanías políticamente correctas a la mayoría de los que pueden votarte. Tiene que chirriarle a un obrero blanco en paro de Virginia escuchar a una triunfadora como Beyoncé que los mayores problemas de su país son el racismo y el  machismo. Y más desde una candidatura bendecida por los poderes financieros responsables del declive de la clase media americana. Quizá los verdaderos ignorantes seamos los que tenemos educación universitaria porque con esa misma educación nos han inoculado como valores de fé algunos francamente cuestionables, como las bondades de la globalización.

El final de la Guerra Fría terminó en los 90 con el principal contrapeso del capitalismo. La -en principio deseable- apertura progresiva de los mercados internacionales desató una expansión financiera global descontrolada, un añadir precio sin añadir valor (a eso también se llama decadencia) y, en menos de dos décadas una brutal crisis que arrasó la falsa ilusión de prosperidad. La llamada globalización favorece en alguna medida a los países pobres que comercian con otros más ricos y a las multinacionales que deslocalizan su producción a lugares con mano de obra barata. El abaratamiento en los precios que podrían obtener los ciudadanos de los países ricos se lo quedan los márgenes de beneficio. Y esos ciudadanos, que van perdiendo sus trabajos sin poder disminuir su nivel de gasto, se empobrecen y se endeudan en favor de entidades financieras que también especulan y se lucran exponencialmente con su desgracia para que, cuando estalle el globo, asuma sus pérdidas el Estado que -caramba- también son esos ciudadanos. Ésta última, la globalización financiera, no favorece más que a un reducidísimo hatajo de despiadados canallas.

Y a esos descatalogados de la clase media, que se gastan 900 dólares en un iPhone fabricado en China por 200, que pagan cuatro dólares por una lechuga producida en México por 20 centavos o las medicinas veinte veces más caras que en cualquier otro país occidental, pretenden convencerlos de que son los auténticos privilegiados del sistema y de que abracen la globalización como la sacrosanta cruzada de la solidaridad universal.

Históricamente los períodos de decadencia van seguidos de grandes crisis y éstas siempre de guerras o revoluciones que arrasan con lo establecido para volver a arrancar desde sus cenizas. No hay más que recordar de qué decadencias surgieron el fascismo y el comunismo y adónde condujeron. Si no hubiesen aparecido Hitler, Lenin o Stalin, habrían sido otros con el mismo resultado. Son consecuencia, no causa.

Bien, ya tenemos nuestra decadencia y nuestra crisis y, a día de hoy la guerra ya no parece una opción. Faltaba saber qué clase de revolución nos espera. La victoria de Trump parece consolidar la también inesperada línea del Brexit: el nacionalismo económicamente proteccionista, la defensa populista y soberanista del modo y el nivel de vida de los países más acomodados. También la relajación de ciertos corsés ideológicos asentados como el ecologismo, el feminismo, la multiculturalidad o la tolerancia religiosa. A poco que mejoren -y puede pasar- la economía británica y la americana, promoverán el ascenso de corrientes afines al acecho en Francia, Holanda, Austria y en muchos otros países de una Unión Europea que será ya papel mojado. Le Pen, Farage, Wilders, Orban... el catálogo de xenófobos con posibilidades de gobierno o ya en ejercicio es interminable.

También tendrán su oportunidad los populismos de signo aparentemente contrario. La extrema izquierda, hasta ahora un tanto castrada ideológicamente por no poder culpar de todos los males a un Presidente americano negro y progresista, encontrará en la conjunción planetaria de Trump y la mayoría republicana en la Cámara, el Senado y el Tribunal Supremo, el Satán definitivo con el que poder desempolvar su antiamericanismo esencial y ofrecer exorcismos de corte neochavista quizá en Grecia, España, Portugal y, en general en la franja económica media/baja europea.

Y, si en su día fascismo y comunismo tenían como enemigo común la democracia liberal, los nuevos extremismos también comparten el suyo: la globalización. A lo mejor hasta tienen razón.

Todo esto no pretende ser una  predicción, tan solo es el inventario de mis temores. Posiblemente el mundo que creíamos conocer ya no exista y alguna de esas revoluciones ya está en marcha. Las revoluciones son de suyo convulsas y traumáticas y aunque la selección natural funciona y muchas acaban siendo positivas a la larga, nunca es bueno que alguna te encuentre en su camino.

Esta vez espero no poder decir nunca que ya lo dije.

domingo, 22 de mayo de 2016

La niña de la cueva

Uno de los indicios más evidentes de la existencia de universos paralelos es el que algunos padres experimentamos cuando alimentamos a nuestros hijos pequeños. Mientras distraídamente propinamos cucharadas asistidos por youtube, ocurre a veces que una leve conmoción sacude nuestro cuerpo. Algo que debía estar ahí ya no está. Y en su lugar hay otra cosa. De pronto la gallina que era como una sardina enlatá y estaba toda desplumá, se encuentra correctamente enlatada y desplumada, aun con la rima a machamartillo. Puede parecer una cuestión menor porque, aparte de las discusiones doctrinales sobre si la gallina era turuleta o turuleca, el cambio hacia la corrección gramatical no supone una alteración sustancial del Universo. Pero la cosa se vuelve inquietante cuando seguimos canturreando solidariamente con la criatura y sus cantajuegos digitales y detrás del célebre Que llueva, que llueva aparece -horror- la niña de la cueva. Resulta particularmente estremecedor porque uno evoca de inmediato a la fantasmagórica niña de la curva, que se aparecía justo donde ocurrió el trágico accidente. Ya, sé que hay explicaciones aparentemente verosímiles, como que la original Virgen de la cueva podría ofender gravemente a los niños de esta sociedad laica y multicultural, del mismo modo que nos dejó gravemente traumatizados a sus padres. Pero obsérvese que el cambio es mínimo: entre cueva y curva hay apenas una letra de diferencia, una sutileza propia de quien pueda estar mangoneando los hilos espacio-temporales del Cosmos intentando que no nos enteremos. No bromeo con esto. Ya sostuve en un artículo anterior la posibilidad matemática de que el Universo se trate en realidad de una simulación informática. Puedo comprender el escepticismo, pero hay signos todavía más evidentes. Había otra niña que, antes de almorzar, iba a jugar pero no podía porque tenía que lavar, planchar, coser y, en general, que hacer todo tipo de tareas sexistas injustas que le privaban de su lúdico asueto. Pues atentos, porque intentan hacerla desaparecer de nuestra memoria reemplazándola por un marido que fue a correr pero no pudo por tener que planchar, ni pescar por tener que tender, ni ir  al billar por tener que cocer.

¿Casualidad?

No es acaso posible que exista un Gran Hacedor que deliberadamente sí juegue a los dados con el Universo. Y que no sea otro que la niña, que harta de no poder jugar por la acumulación de tareas domésticas, haya dejado la curva y que maneje los hilos temporales paralelos desde la cueva. Y que, después de tanto tiempo, tampoco sea virgen.

Llamadme loco, pero que no se diga que no he avisado.

sábado, 7 de mayo de 2016

Trump: La tormenta perfecta

Hace un par de semanas, Bayron, un ciudadano de Sabadell, asesinaba a su pareja sentimental (otro hombre) machacándole la cabeza con un busto de bronce mientras dormía. La historia, truculenta y morbosa de por sí, tenía además el trasfondo desgarrador del maltrato, abusos, vejaciones y humillaciones padecidas durante años por Bayron, que acaso le empujaron a cometer el horrible crimen y para los que no encontró amparo, por el simple hecho de ser hombre y no mujer.  Es curioso que, con la avidez por la casquería de los medios de comunicación, cueste tanto encontrar siquiera una mera reseña del hecho. O no, porque cualquier insinuación o sugerencia de que puedan existir discriminaciones por razón de género masculino a menudo acarrea episodios de linchamiento político -como ocurrió con Marta Rivera de la Cruz o Toni Cantó- por contravenir el dogma absoluto de lo políticamente correcto, sin que quepa alegar razones de justicia material por palmarias que sean. Quizá a los medios les invade el mismo terror que a los políticos a incurrir aún en la forma más leve de presunta herejía machista. 

En las sociedades occidentales predominan cada vez más principios o ideas devenidos a dogmas incuestionables. Algunos son feministas, otros de corte ecologista, los hay supuestamente antirracistas, económicos, identitario-nacionalistas. A pesar de su apriorística buena voluntad para la mayor justicia y mejor convivencia, todos tienen en común que hurtan y a veces prohíben o castigan cualquier debate sobre ellos hasta imponer un credo de lo políticamente correcto, más cercano a una religión opresiva que a las libertades asociadas clásicamente la democracia. La presión es a veces suficientemente incómoda para un ciudadano normal, pero para cualquier personaje público son precipicios hacia el abismo de la excomunión civil. De ahí que sobre todo los políticos abdiquen inmediatamente de algunas de sus convicciones y de las de sus votantes por el terror demoscópico a ser estigmatizados. Y ese corpus dogmático se extiende a derecha e izquierda, en perfecta transversalidad. Partidos conservadores apadrinan los impuestos ecológicos y partidos socialistas y comunistas defienden fueros medievales y secesionismos insolidarios.

En ese estado de cosas llega un tipo como Trump, despacha un par de herejías y los autoconsiderados bienpensantes opinamos de inmediato que eso le coloca en los márgenes más periféricos del sistema, que no tiene la más remota posibilidad de alcanzar la nominación del ya bastante extremista partido republicano. Y ahora, que ya es un hecho, nos tenemos seriamente que incluso pueda alcanzar la presidencia, con la misma incapacidad de comprender lo primero como la posibilidad de lo segundo. No es que el zafio Donald sea un producto genuinamente americano. En Francia el partido más votado es el Frente Nacional de Marine Le Pen, en Italia todavía no se han librado del todo de Berlusconi, en toda Europa prosperan los populismos antisistema de derecha e izquierda. Pero seguimos convencidos de que nos salvará la campana (la de Gauss) de extremismos políticos presuntamente marginales.

Seguramente en política un comentario machista o racista inhabilita o limita radicalmente las posibilidades de quien lo emite, pero a partir de ahí -y Trump lo sabe- hay poco que perder. Puede permitirse seguir blasfemando diariamente contra el credo dominante a sabiendas de que antes o después acertará con cosas que en el fondo bastantes piensan y nadie más se atreve a defender. Así puede que muchos de sus potenciales votantes apenas compartan una décima parte de sus ideas, pero esa parte tenga la entidad reivindicativa suficiente para convertirse en un motivo de castigo hacia un sistema que les oprime y empobrece. Porque además el radicalismo del tío Donald no se queda en la facción más ultraderechista de su partido -como es el caso de Ted Cruz- sino que se permite pescar del otro lado, atacando a la globalización, el libre comercio o los excesos de la economía financiera con más éxito que Bernie Sanders. Al fin y al cabo su fortuna personal le hace independiente de uno de los mayores cánceres del país, los lobbies empresariales que financian las carísimas campañas presidenciales. Por poner solo un ejemplo, el precio de venta de los medicamentos en Estados Unidos es de hasta veinte veces más caro que el precio de venta al público (sin subvención) en -me consta- España, donde los mismos laboratorios también ganan mucho dinero. ¿Nadie ve en ello una extorsión inhumana en el país de la libre competencia? ¿O tiene algo que ver que el lobby que más dinero dedica a las campañas presidenciales sea precisamente el de las farmacéuticas? ¿Por qué ni Obama ni, presumiblemente, Hillary Clinton han empezado la reforma sanitaria por ahí? Lo mismo podría decirse de grupos de presión de la industria armamentística o paramilitar de incuestionable influencia geopolítica y muchos otros intereses nada populares a los que la deuda obliga a rendir tributo antes que a los ciudadanos.

En fin, contra lo que pueda pensarse, el mercado electoral de Trump va más allá del nicho de varones blancos obreros empobrecidos por la crisis que recelan de la globalización y de los tratados de libre comercio, más allá de los que sienten perdido el orgullo de potencia mundial. Lo peligroso es que acabe generando una tormenta perfecta, que cualquiera lo suficientemente incómodo por la tiranía de lo políticamente correcto, cualquiera que haya visto cómo la crisis se llevaba sus ahorros o su trabajo sin poder abjurar del capitalismo que rescata a sus bancos y promueve la deslocalización física y financiera de sus multinacionales, cualquiera con algún agravio, humillación o venganza pendiente aun viendo a Donald Trump como un bufòn grotesco o un verdadero monstruo, claudique, acabe tapándose la nariz y votándole, por agredir con su busto de peluquín naranja la cabeza del sistema.

Como Bayron.

sábado, 27 de febrero de 2016

Oscars 2016: Iñárritu revenido

He de confesar que este año cualquier pronóstico de mi falsaria bola de cristal viene condicionado por haber visto sólo la mitad de las películas nominadas. Algunas no han sido estrenadas en España y otras -para qué negarlo- me han dado pereza, pero tengo la sensación de que no erraré mucho el tiro. Porque, entre excelentes filmes como El Puente de los Espías o Spotlight, que bien podrían haber acaparado estatuillas en casi cualquier otro año, sobresale una descomunal, la del resucitado o revenido The Revenant, mal traducido -a mi juicio- como El Renacido. Y ya tiene mérito, no sólo porque Alejandro González Iñárritu pueda emular a John Ford o a Mankievitz con dos oscars consecutivos, sino porque casi cualquier análisis de su película es un rosario de quejas iracundas para acabar dolorosamente rendido a sus pies. Ya he hablado otras veces de lo que me carga su tremendismo pero, en esta ocasión, afila su sadismo escarbando en el dolor hasta la tortura, en ese miedo que traspasa las meninges, propio de la frontera de Meridiano de Sangre de Cormac McCarthy. Si no fuera ateo, le pediría a Dios que le prohiba llevarla al cine. También me carga su narrativa pretenciosa y soberbia, pero he de admitir que la película está a la altura de su propia grandilocuencia. Más allá del prodigio de sus algo falsos planos secuencia, lleva la acción a dimensiones desconocidas (el ataque de la osa o la caída con el caballo son para verlos una y otra vez buscando el truco). Todo eso enmarcado por las majestuosas localizaciones que retrata como nadie Emmanuel Lubezki, el dios indiscutible de la dirección fotográfica. Uno se queda con la sensación de que le ha atropellado un autobús.

 Y queda DiCaprio. Puede que no sea su mejor papel, pero mantener durante casi todo el metraje la mueca dolorida, transmitiendo sin apenas diálogo, le ha tenido que ensanchar la cara tres o cuatro centímetros por cada lado. Alguien resumía su interpretación como la escena del coche de  El Lobo de Wall Street, pero durante dos horas y pico. La paliza y las vejaciones que ha tenido que padecer el pobre hombre durante el rodaje bien merecen que le perdonen de una vez por Titanic y le den el Óscar.

 Estoy tan convencido de que El Renacido se llevará los galardones a película, director, actor principal y fotografía que, si me equivoco, prometo votar al Partido Animalista. También podría merecerlo como actor de reparto Tom Hardy o -más de mi gusto- Mark Rylance, el circunspecto espía de El Puente... pero es más probable que se lo lleve Sylvester Stallone que en Creed, por una vez, casi parece un actor.

No opinaré demasiado sobre las actrices porque La Habitación, por la que es favorita Brie Larson, todavía se estrena hoy en España. Imaginó que estará entre ella y Cate Blanchett por Carol, que siempre está bien.

Como ya he dicho concurren otras películas excelentes, pero que harán caja como mucho en categorías menores. Marte podría haber sido magnífica sin ese final tan Disney como inverosímil. La Gran Apuesta es tan audaz como trepidante, aunque cuesta seguirla del todo si uno carece de un máster en análisis financiero. El Puente de Los Espías es una obra grandiosa donde todo es perfecto, aunque creo que apenas competirá en la categoría de mejor guión (que firman los Coen) y con un duro rival, Spotlight, otro peliculón que merecería un año menos competido. Su espléndido reparto y su ritmo impecable son de lo mejorcito del thriller periodístico, pero su suerte me recuerda a la de un examen que un infausto profesor me suspendió hace mucho tiempo porque, aunque según él había contestado correctamente a todas las preguntas, no le había dicho nada que él no supiera.

En fin, preveo un tercer año consecutivo de gloria mexicana y segundo de apoteosis de Iñárritu. El pasado, su amigo Sean Penn bromeaba diciendo "Quién le habrá dado a este cabrón la tarjeta verde". En este año del Chapo, Trump y otros maleantes, no creo que repita el chiste.

viernes, 12 de febrero de 2016

Ondas gravitacionales para dummies (como yo)

Pocas veces he asistido a una mueca de entusiasmo tan forzada como la que ha dibujado en la prensa el anuncio del descubrimiento de las muy predichas ondas gravitacionales. Imagino la cara de memo de muchos redactores como la que se le queda a uno cuando el mecánico de tu automóvil te dice que por suerte el fallo en el manocontacto del radiador no ha afectado a la junta de la culata. ¿Lo qué? Es tan difícil encontrar al experto que explique inteligiblemente la transcendencia del hallazgo como al periodista cuyas preguntas al experto no revelen que no ha entendido nada. Así que he decidido compartir con gente de similar perplejidad el resultado de mis propios esfuerzos por intentar comprenderlo, aun con tan poca fe en mis entendederas como en mi capacidad didáctica.

Dado por sabido que según la Relatividad General las grandes masas deforman el espacio-tiempo como lo haría una esfera de metal sobre una tela elástica y que esa deformación es la responsable de la atracción gravitatoria, Einstein predijo también que como esas masas (pongamos una estrella) no eran estáticas, la energía gravitatoria producida por su movimiento o su alteración (pongamos la explosión de una supernova) debería transmitirse a través de ondas, que deformarían en cierta medida el tejido del espacio-tiempo y  viajarían a la velocidad de la luz, las llamadas ondas gravitacionales.

El problema es que, contra lo que pueda parecer, la fuerza de gravedad es extremadamente débil en comparación con las otras tres fuerzas que conocemos. La siguiente en debilidad es la fuerza electromagnética. Cualquiera que haya visto en un desguace a un coche colgado de un imán puede comprender que es mucho más poderosa la atracción electromagnética de un pequeño trozo de metal imantado que  la energía gravitatoria de todo el planeta Tierra que tiene debajo. De lo contrario, el coche se caería. Así que para poder detectar las ondas que nos ocupan hace falta que coincidan dos cosas: una liberación de energía gravitatoria brutal (en concreto ha sido la colisión de dos agujeros negros) no demasiado lejana y unos instrumentos de medida finísimos, capaces de detectar una oscilación de al menos una trillonésima de metro. Divide un metro por un millón, lo que te quede otra vez por un millón y de esa mingurria miserable extrae otra millonésima parte. El instrumento se llama LIGO.
Vista aérea del LIGO
Imagínate un bar con cuatro kilómetros de barra. Pues ahora haz una L con otra barra de cuatro kilómetros. Pues en ese bar, pesadilla de cualquier camarero, sólo hay dos vasos de tubo larguísimos por los que circulan dos haces de láser que rebotan en un espejo y vuelven al punto de partida, donde se mide si se han mareado por el camino. Vamos, que es como si al pobre láser, un guardia de tráfico cruel hasta la sevicia le hubiera hecho caminar en línea recta y le hubiese multado por alcoholemia por desviarse medio protón. El láser, con razón, alegaría que no ha bebido ni gota, que ha sido una onda gravitacional generada hace mil millones de años que, casualmente, en aquel momento pasaba por allí. Ya, a ver otra excusa, tirillas. Pues no, no era coña, la excusa ha resultado ser cierta.

Ahora bien, en el poco probable caso de que haya conseguido explicar correcta y comprensiblemente lo anterior, ¿para qué carajo nos va a servir detectar las dichosas ondas y desaprovechar para mejores usos semejante local de ocio?

El barullo científico-periodístico tampoco arroja mucha luz, que si una nueva ventana al universo, que si un salto cualitativo, que si patatín, que si patatán. Pero dónde está la chicha. Vamos a ver, ¿para qué nos ha servido conocer las ondas de sonido? Para que Messi no esté seis meses de baja por una operación de cálculos renales, cuando se le puede hacer una litotricia por ultrasonidos. Al menos les ha venido bien a los del Barça. ¿Para qué nos ha servido descubrir la radiación infrarroja del espectro de las ondas electromagnéticas? Pues para no abrirle a tu cuñado cuando llama por la noche al portero automático o para poder cambiar de canal el televisor desde el sofá sin tirarle chinitas al botón, amén de detectar estrellas y galaxias bloqueadas por la luz visible. ¿Para qué nos ha servido descubrir los rayos X? Pues, contra lo que esperábamos, no para que unas gafas te dejaran ver debajo de la falda de la vecina, pero sí para saber si tiene fracturado el coxis o si un quásar se come una galaxia. Pues el conocimiento de las ondas gravitacionales, bien distintas de las electromagnéticas, quizá nos permita ver el universo más allá del muro de lo que conocemos, con una mirilla nueva, comprender mejor la gravedad y perseguir al esquivo gravitón por las dimensiones desconocidas en las que se esconde y domesticarlo como a los electrones. Imagina cuánto mejor que las odiosas dietas, sería quitarse cuarenta kilos en un milisegundo. O atisbar lo desconocido mirando debajo de las faldas de los agujeros negros. Y, por Dios, que nadie le saque punta a esto último.

viernes, 29 de enero de 2016

Zika, ¿catástrofe inminente?

Temo que no se haya tomado conciencia suficiente de que podríamos estar a las puertas de una catástrofe sanitaria mundial capaz de empequeñecer a la reciente del ébola o a la del SIDA. Y no solo por su incidencia sobre la salud sino por sus consecuencias sociales y económicas. No recuerdo un mensaje de alarma más descorazonador que el de las distintas autoridades sanitarias latinoamericanas recomendando a las mujeres en edad fértil de sus respectivos países, que eviten quedarse embarazadas ante la expansión incontrolada -explosiva según la OMS- del virus zika en el continente americano. Puede que sus efectos en la población adulta no vayan mucho más allá de los de una gripe común, pero su asociación con los casos de microcefalia por infección durante el embarazo tiene todos los elementos para sembrar un pánico de consecuencias devastadoras.
Porque, en primer lugar, no hay ningún método eficaz de prevención que preserve a las embarazadas de la picadura del mosquito endémico vector de la enfermedad. Porque tampoco  los métodos diagnósticos prenatales garantizan la detección precoz de la enfermedad en el feto -hasta el tercer trimestre de gestación no es fácil inferir el trastorno de las pruebas radiográficas- y porque tampoco hay garantías de que el cuadro no se desarrolle con posterioridad al nacimiento. Porque las malformaciones y efectos neurológicos consustanciales a la microcefalia son severos e incurables. Porque además los propios epidemiólogos calculan que no habrá una vacuna para el virus antes de diez años (recuerdo que, cuando apareció el VIH, se habló de cinco) con lo que el problema puede persistir al menos una generación. Por todo ello, cuántas de las mujeres que ahora piensan tener un hijo no se plantearán hacer caso de las recomendaciones de sus autoridades y aplacen, acaso indefinidamente, su decisión de ser madres.

Y ahí es donde entra el peor de los problemas. Pongamos que en el continente americano al menos una de cada cinco de esas mujeres (proporción muy conservadora) optase por la prudencia. Habría un déficit anual de cuatro millones de nacimientos. Pongamos que, dada la vertiginosa expansión del virus, éste se haga endémico en el resto del mundo en un año o dos. En tal caso y con las mismas premisas de moderada prudencia, en dos o tres años habrían dejado de nacer más niños que los muertos que ha ocasionado el VIH en toda su historia. Las consecuencias demográficas y socioeconómicas, en especial en los países de población envejecida, desencadenarían una crisis de proporciones impredecibles si la situación se mantiene en el tiempo, por no hablar de que la expresión generación perdida encontraría su acomodo perfecto. La sola percepción de que traer bebés al mundo sea un juego de ruleta rusa, es más peligrosa que la propia amenaza real del virus.

No quisiera soslayar el dramatismo personal que esta pandemia puede suponer para quienes desean ser padres, ante la perspectiva diabólica que parece presentar el futuro. Quizá haya suficientes lagunas en el conocimiento del zika y su relación con la enfermedad como para albergar esperanzas. Pero el verdadero virus de la catástrofe, el pánico, ya está sembrado.