sábado, 27 de febrero de 2016

Oscars 2016: Iñárritu revenido

He de confesar que este año cualquier pronóstico de mi falsaria bola de cristal viene condicionado por haber visto sólo la mitad de las películas nominadas. Algunas no han sido estrenadas en España y otras -para qué negarlo- me han dado pereza, pero tengo la sensación de que no erraré mucho el tiro. Porque, entre excelentes filmes como El Puente de los Espías o Spotlight, que bien podrían haber acaparado estatuillas en casi cualquier otro año, sobresale una descomunal, la del resucitado o revenido The Revenant, mal traducido -a mi juicio- como El Renacido. Y ya tiene mérito, no sólo porque Alejandro González Iñárritu pueda emular a John Ford o a Mankievitz con dos oscars consecutivos, sino porque casi cualquier análisis de su película es un rosario de quejas iracundas para acabar dolorosamente rendido a sus pies. Ya he hablado otras veces de lo que me carga su tremendismo pero, en esta ocasión, afila su sadismo escarbando en el dolor hasta la tortura, en ese miedo que traspasa las meninges, propio de la frontera de Meridiano de Sangre de Cormac McCarthy. Si no fuera ateo, le pediría a Dios que le prohiba llevarla al cine. También me carga su narrativa pretenciosa y soberbia, pero he de admitir que la película está a la altura de su propia grandilocuencia. Más allá del prodigio de sus algo falsos planos secuencia, lleva la acción a dimensiones desconocidas (el ataque de la osa o la caída con el caballo son para verlos una y otra vez buscando el truco). Todo eso enmarcado por las majestuosas localizaciones que retrata como nadie Emmanuel Lubezki, el dios indiscutible de la dirección fotográfica. Uno se queda con la sensación de que le ha atropellado un autobús.

 Y queda DiCaprio. Puede que no sea su mejor papel, pero mantener durante casi todo el metraje la mueca dolorida, transmitiendo sin apenas diálogo, le ha tenido que ensanchar la cara tres o cuatro centímetros por cada lado. Alguien resumía su interpretación como la escena del coche de  El Lobo de Wall Street, pero durante dos horas y pico. La paliza y las vejaciones que ha tenido que padecer el pobre hombre durante el rodaje bien merecen que le perdonen de una vez por Titanic y le den el Óscar.

 Estoy tan convencido de que El Renacido se llevará los galardones a película, director, actor principal y fotografía que, si me equivoco, prometo votar al Partido Animalista. También podría merecerlo como actor de reparto Tom Hardy o -más de mi gusto- Mark Rylance, el circunspecto espía de El Puente... pero es más probable que se lo lleve Sylvester Stallone que en Creed, por una vez, casi parece un actor.

No opinaré demasiado sobre las actrices porque La Habitación, por la que es favorita Brie Larson, todavía se estrena hoy en España. Imaginó que estará entre ella y Cate Blanchett por Carol, que siempre está bien.

Como ya he dicho concurren otras películas excelentes, pero que harán caja como mucho en categorías menores. Marte podría haber sido magnífica sin ese final tan Disney como inverosímil. La Gran Apuesta es tan audaz como trepidante, aunque cuesta seguirla del todo si uno carece de un máster en análisis financiero. El Puente de Los Espías es una obra grandiosa donde todo es perfecto, aunque creo que apenas competirá en la categoría de mejor guión (que firman los Coen) y con un duro rival, Spotlight, otro peliculón que merecería un año menos competido. Su espléndido reparto y su ritmo impecable son de lo mejorcito del thriller periodístico, pero su suerte me recuerda a la de un examen que un infausto profesor me suspendió hace mucho tiempo porque, aunque según él había contestado correctamente a todas las preguntas, no le había dicho nada que él no supiera.

En fin, preveo un tercer año consecutivo de gloria mexicana y segundo de apoteosis de Iñárritu. El pasado, su amigo Sean Penn bromeaba diciendo "Quién le habrá dado a este cabrón la tarjeta verde". En este año del Chapo, Trump y otros maleantes, no creo que repita el chiste.

viernes, 12 de febrero de 2016

Ondas gravitacionales para dummies (como yo)

Pocas veces he asistido a una mueca de entusiasmo tan forzada como la que ha dibujado en la prensa el anuncio del descubrimiento de las muy predichas ondas gravitacionales. Imagino la cara de memo de muchos redactores como la que se le queda a uno cuando el mecánico de tu automóvil te dice que por suerte el fallo en el manocontacto del radiador no ha afectado a la junta de la culata. ¿Lo qué? Es tan difícil encontrar al experto que explique inteligiblemente la transcendencia del hallazgo como al periodista cuyas preguntas al experto no revelen que no ha entendido nada. Así que he decidido compartir con gente de similar perplejidad el resultado de mis propios esfuerzos por intentar comprenderlo, aun con tan poca fe en mis entendederas como en mi capacidad didáctica.

Dado por sabido que según la Relatividad General las grandes masas deforman el espacio-tiempo como lo haría una esfera de metal sobre una tela elástica y que esa deformación es la responsable de la atracción gravitatoria, Einstein predijo también que como esas masas (pongamos una estrella) no eran estáticas, la energía gravitatoria producida por su movimiento o su alteración (pongamos la explosión de una supernova) debería transmitirse a través de ondas, que deformarían en cierta medida el tejido del espacio-tiempo y  viajarían a la velocidad de la luz, las llamadas ondas gravitacionales.

El problema es que, contra lo que pueda parecer, la fuerza de gravedad es extremadamente débil en comparación con las otras tres fuerzas que conocemos. La siguiente en debilidad es la fuerza electromagnética. Cualquiera que haya visto en un desguace a un coche colgado de un imán puede comprender que es mucho más poderosa la atracción electromagnética de un pequeño trozo de metal imantado que  la energía gravitatoria de todo el planeta Tierra que tiene debajo. De lo contrario, el coche se caería. Así que para poder detectar las ondas que nos ocupan hace falta que coincidan dos cosas: una liberación de energía gravitatoria brutal (en concreto ha sido la colisión de dos agujeros negros) no demasiado lejana y unos instrumentos de medida finísimos, capaces de detectar una oscilación de al menos una trillonésima de metro. Divide un metro por un millón, lo que te quede otra vez por un millón y de esa mingurria miserable extrae otra millonésima parte. El instrumento se llama LIGO.
Vista aérea del LIGO
Imagínate un bar con cuatro kilómetros de barra. Pues ahora haz una L con otra barra de cuatro kilómetros. Pues en ese bar, pesadilla de cualquier camarero, sólo hay dos vasos de tubo larguísimos por los que circulan dos haces de láser que rebotan en un espejo y vuelven al punto de partida, donde se mide si se han mareado por el camino. Vamos, que es como si al pobre láser, un guardia de tráfico cruel hasta la sevicia le hubiera hecho caminar en línea recta y le hubiese multado por alcoholemia por desviarse medio protón. El láser, con razón, alegaría que no ha bebido ni gota, que ha sido una onda gravitacional generada hace mil millones de años que, casualmente, en aquel momento pasaba por allí. Ya, a ver otra excusa, tirillas. Pues no, no era coña, la excusa ha resultado ser cierta.

Ahora bien, en el poco probable caso de que haya conseguido explicar correcta y comprensiblemente lo anterior, ¿para qué carajo nos va a servir detectar las dichosas ondas y desaprovechar para mejores usos semejante local de ocio?

El barullo científico-periodístico tampoco arroja mucha luz, que si una nueva ventana al universo, que si un salto cualitativo, que si patatín, que si patatán. Pero dónde está la chicha. Vamos a ver, ¿para qué nos ha servido conocer las ondas de sonido? Para que Messi no esté seis meses de baja por una operación de cálculos renales, cuando se le puede hacer una litotricia por ultrasonidos. Al menos les ha venido bien a los del Barça. ¿Para qué nos ha servido descubrir la radiación infrarroja del espectro de las ondas electromagnéticas? Pues para no abrirle a tu cuñado cuando llama por la noche al portero automático o para poder cambiar de canal el televisor desde el sofá sin tirarle chinitas al botón, amén de detectar estrellas y galaxias bloqueadas por la luz visible. ¿Para qué nos ha servido descubrir los rayos X? Pues, contra lo que esperábamos, no para que unas gafas te dejaran ver debajo de la falda de la vecina, pero sí para saber si tiene fracturado el coxis o si un quásar se come una galaxia. Pues el conocimiento de las ondas gravitacionales, bien distintas de las electromagnéticas, quizá nos permita ver el universo más allá del muro de lo que conocemos, con una mirilla nueva, comprender mejor la gravedad y perseguir al esquivo gravitón por las dimensiones desconocidas en las que se esconde y domesticarlo como a los electrones. Imagina cuánto mejor que las odiosas dietas, sería quitarse cuarenta kilos en un milisegundo. O atisbar lo desconocido mirando debajo de las faldas de los agujeros negros. Y, por Dios, que nadie le saque punta a esto último.