domingo, 22 de mayo de 2016

La niña de la cueva

Uno de los indicios más evidentes de la existencia de universos paralelos es el que algunos padres experimentamos cuando alimentamos a nuestros hijos pequeños. Mientras distraídamente propinamos cucharadas asistidos por youtube, ocurre a veces que una leve conmoción sacude nuestro cuerpo. Algo que debía estar ahí ya no está. Y en su lugar hay otra cosa. De pronto la gallina que era como una sardina enlatá y estaba toda desplumá, se encuentra correctamente enlatada y desplumada, aun con la rima a machamartillo. Puede parecer una cuestión menor porque, aparte de las discusiones doctrinales sobre si la gallina era turuleta o turuleca, el cambio hacia la corrección gramatical no supone una alteración sustancial del Universo. Pero la cosa se vuelve inquietante cuando seguimos canturreando solidariamente con la criatura y sus cantajuegos digitales y detrás del célebre Que llueva, que llueva aparece -horror- la niña de la cueva. Resulta particularmente estremecedor porque uno evoca de inmediato a la fantasmagórica niña de la curva, que se aparecía justo donde ocurrió el trágico accidente. Ya, sé que hay explicaciones aparentemente verosímiles, como que la original Virgen de la cueva podría ofender gravemente a los niños de esta sociedad laica y multicultural, del mismo modo que nos dejó gravemente traumatizados a sus padres. Pero obsérvese que el cambio es mínimo: entre cueva y curva hay apenas una letra de diferencia, una sutileza propia de quien pueda estar mangoneando los hilos espacio-temporales del Cosmos intentando que no nos enteremos. No bromeo con esto. Ya sostuve en un artículo anterior la posibilidad matemática de que el Universo se trate en realidad de una simulación informática. Puedo comprender el escepticismo, pero hay signos todavía más evidentes. Había otra niña que, antes de almorzar, iba a jugar pero no podía porque tenía que lavar, planchar, coser y, en general, que hacer todo tipo de tareas sexistas injustas que le privaban de su lúdico asueto. Pues atentos, porque intentan hacerla desaparecer de nuestra memoria reemplazándola por un marido que fue a correr pero no pudo por tener que planchar, ni pescar por tener que tender, ni ir  al billar por tener que cocer.

¿Casualidad?

No es acaso posible que exista un Gran Hacedor que deliberadamente sí juegue a los dados con el Universo. Y que no sea otro que la niña, que harta de no poder jugar por la acumulación de tareas domésticas, haya dejado la curva y que maneje los hilos temporales paralelos desde la cueva. Y que, después de tanto tiempo, tampoco sea virgen.

Llamadme loco, pero que no se diga que no he avisado.

sábado, 7 de mayo de 2016

Trump: La tormenta perfecta

Hace un par de semanas, Bayron, un ciudadano de Sabadell, asesinaba a su pareja sentimental (otro hombre) machacándole la cabeza con un busto de bronce mientras dormía. La historia, truculenta y morbosa de por sí, tenía además el trasfondo desgarrador del maltrato, abusos, vejaciones y humillaciones padecidas durante años por Bayron, que acaso le empujaron a cometer el horrible crimen y para los que no encontró amparo, por el simple hecho de ser hombre y no mujer.  Es curioso que, con la avidez por la casquería de los medios de comunicación, cueste tanto encontrar siquiera una mera reseña del hecho. O no, porque cualquier insinuación o sugerencia de que puedan existir discriminaciones por razón de género masculino a menudo acarrea episodios de linchamiento político -como ocurrió con Marta Rivera de la Cruz o Toni Cantó- por contravenir el dogma absoluto de lo políticamente correcto, sin que quepa alegar razones de justicia material por palmarias que sean. Quizá a los medios les invade el mismo terror que a los políticos a incurrir aún en la forma más leve de presunta herejía machista. 

En las sociedades occidentales predominan cada vez más principios o ideas devenidos a dogmas incuestionables. Algunos son feministas, otros de corte ecologista, los hay supuestamente antirracistas, económicos, identitario-nacionalistas. A pesar de su apriorística buena voluntad para la mayor justicia y mejor convivencia, todos tienen en común que hurtan y a veces prohíben o castigan cualquier debate sobre ellos hasta imponer un credo de lo políticamente correcto, más cercano a una religión opresiva que a las libertades asociadas clásicamente la democracia. La presión es a veces suficientemente incómoda para un ciudadano normal, pero para cualquier personaje público son precipicios hacia el abismo de la excomunión civil. De ahí que sobre todo los políticos abdiquen inmediatamente de algunas de sus convicciones y de las de sus votantes por el terror demoscópico a ser estigmatizados. Y ese corpus dogmático se extiende a derecha e izquierda, en perfecta transversalidad. Partidos conservadores apadrinan los impuestos ecológicos y partidos socialistas y comunistas defienden fueros medievales y secesionismos insolidarios.

En ese estado de cosas llega un tipo como Trump, despacha un par de herejías y los autoconsiderados bienpensantes opinamos de inmediato que eso le coloca en los márgenes más periféricos del sistema, que no tiene la más remota posibilidad de alcanzar la nominación del ya bastante extremista partido republicano. Y ahora, que ya es un hecho, nos tenemos seriamente que incluso pueda alcanzar la presidencia, con la misma incapacidad de comprender lo primero como la posibilidad de lo segundo. No es que el zafio Donald sea un producto genuinamente americano. En Francia el partido más votado es el Frente Nacional de Marine Le Pen, en Italia todavía no se han librado del todo de Berlusconi, en toda Europa prosperan los populismos antisistema de derecha e izquierda. Pero seguimos convencidos de que nos salvará la campana (la de Gauss) de extremismos políticos presuntamente marginales.

Seguramente en política un comentario machista o racista inhabilita o limita radicalmente las posibilidades de quien lo emite, pero a partir de ahí -y Trump lo sabe- hay poco que perder. Puede permitirse seguir blasfemando diariamente contra el credo dominante a sabiendas de que antes o después acertará con cosas que en el fondo bastantes piensan y nadie más se atreve a defender. Así puede que muchos de sus potenciales votantes apenas compartan una décima parte de sus ideas, pero esa parte tenga la entidad reivindicativa suficiente para convertirse en un motivo de castigo hacia un sistema que les oprime y empobrece. Porque además el radicalismo del tío Donald no se queda en la facción más ultraderechista de su partido -como es el caso de Ted Cruz- sino que se permite pescar del otro lado, atacando a la globalización, el libre comercio o los excesos de la economía financiera con más éxito que Bernie Sanders. Al fin y al cabo su fortuna personal le hace independiente de uno de los mayores cánceres del país, los lobbies empresariales que financian las carísimas campañas presidenciales. Por poner solo un ejemplo, el precio de venta de los medicamentos en Estados Unidos es de hasta veinte veces más caro que el precio de venta al público (sin subvención) en -me consta- España, donde los mismos laboratorios también ganan mucho dinero. ¿Nadie ve en ello una extorsión inhumana en el país de la libre competencia? ¿O tiene algo que ver que el lobby que más dinero dedica a las campañas presidenciales sea precisamente el de las farmacéuticas? ¿Por qué ni Obama ni, presumiblemente, Hillary Clinton han empezado la reforma sanitaria por ahí? Lo mismo podría decirse de grupos de presión de la industria armamentística o paramilitar de incuestionable influencia geopolítica y muchos otros intereses nada populares a los que la deuda obliga a rendir tributo antes que a los ciudadanos.

En fin, contra lo que pueda pensarse, el mercado electoral de Trump va más allá del nicho de varones blancos obreros empobrecidos por la crisis que recelan de la globalización y de los tratados de libre comercio, más allá de los que sienten perdido el orgullo de potencia mundial. Lo peligroso es que acabe generando una tormenta perfecta, que cualquiera lo suficientemente incómodo por la tiranía de lo políticamente correcto, cualquiera que haya visto cómo la crisis se llevaba sus ahorros o su trabajo sin poder abjurar del capitalismo que rescata a sus bancos y promueve la deslocalización física y financiera de sus multinacionales, cualquiera con algún agravio, humillación o venganza pendiente aun viendo a Donald Trump como un bufòn grotesco o un verdadero monstruo, claudique, acabe tapándose la nariz y votándole, por agredir con su busto de peluquín naranja la cabeza del sistema.

Como Bayron.