martes, 20 de febrero de 2018

La letra del himno

Hace años asistí en la capilla de un tanatorio a un sumario funeral en el que apenas pasábamos de una decena de asistentes, todos ellos tan laicos o tan poco píos, que las interpelaciones litúrgicas del oficiante eran contestadas con el más incómodo de los silencios. La tensión fue subiendo hasta el extremo de que el cura, con el rostro más morado de ira que su casulla, resolvió responderse a sí mismo con la parte correspondiente a los fieles, así hasta el ite, missa est. Nunca he echado tanto en falta a esas beatas que parecen anidar permanentemente en el primer o el segundo banco de los templos y se encargan de contestar con fervor al sacerdote para que los que acudimos ocasionalmente a bodas, bautizos o funerales, podamos, bien rumiar entre dientes letanías, bien guardar un respetuoso silencio que no afee ni desvirtúe mucho la liturgia. Con todo, lo peor es cuando -nunca sé por qué razón- se decreta misa cantada. Sufren las costuras de la compostura cuando se observa al que canturrea por lo bajinis con la mirada distraída, al que desafina con expresivo y azorado sufrimiento y a quien lo hace estentórea y ostensiblemente, en general las beatas aludidas, a las que la cacofonía no perturba en su minuto de gloria de presunto lucimiento público.

Por muy venidos a menos que estén, los himnos religiosos han sido los mayores hits melódicos de todos los tiempos. En no pocos lugares constituían el único acceso al recreo de la música y al acto lúdico de cantar. Su carácter coral cumplía un doble objetivo: que la falta de talento y oído de los parroquianos quedara diluida en una afinación gaussiana y, por otro lado, contribuir a la comunión, al espíritu de comunidad. Seguramente lo tuvieron presente los nacionalismos decimonónicos a la hora de forjar sus mitologías identitarias y proliferaron los himnos de batalla, de exaltación patriótica y monárquica. No era quizá tan importante el mensaje contenido en la letra, como el hecho de poder ser cantados a capella. Un siglo antes de la fonografía, no habría sido fácil colocar una banda detrás de cada pelotón por lo que lo decisivo, lo verdaderamente intimidante era el atronar de los cantos patrióticos de los soldados de plomo empuñando el mosquete.

Si hay un trasunto moderno de las guerras nacionales, y afortunadamente incruento desde que se retiró Gregorio Benito, es el fútbol. Supongo que es ahí donde sentimos envidia cuando vemos a Buffon y a la selección italiana cantar a todo pulmón el Fratelli d'Italia y echamos de menos una letra cantabile de nuestro himno para que Sergio Ramos, que entona mejor que Gianni, oponga algo así como la Haka acongojante de los All Blacks -no, Sergio, no. Mi Jaca no. Nada que ver con Manolo Escobar-. Pero en estos tiempos de primeros planos de altísima definición de imagen y sonido, la cámara pasaría por Piqué, desafiantemente callado, por alguno más que miraría al suelo y llegaría a Iniesta. No tiene pinta Andrés de que le guste cantar y, menos, en público. Y con esa vocecilla de tiple no quiero ni pensar en qué esperpento podríamos convertir a la más indiscutible de nuestras glorias nacionales.

Por no hablar de la dimensión conmemorativa del triunfo que tienen los himnos. Subidos al podio, conmueven hasta las lágrimas, como para tener que ponerse a cantarlo con esa emoción babeante que puebla la voz de gallos. Y es que uno es de cantar o no y al que no le gusta o no está dotado, no le iban a quedar más opciones que quedar de poco patriota o quedar directamente en ridículo haciendo aullar a los perros.

Que no, que será menos gallardo, pero en estos tiempos me parece que el afortunado accidente de tener un himno sin letra resulta más digno que lo contrario. Para qué buscarse problemas y más con la que está cayendo.

Y en estas llega Marta Sánchez, nuestra preterida musa de los 90, que espontáneamente emerge del mar del olvido con una tierna declaración de amor a la tierra, colgada en el chun tan chun tan de la Marcha Real. Quién más apropiada que la que, emulando a Marilyn, enardeció a las tropas españolas en la Guerra del Golfo con sus Soldados del Amor y una escueta minifalda. Quién mejor que la injustamente más recordada por una portada del extinto Interviú que por ser la voz más prodigiosa del pop español. Quién mejor que la que ha padecido el duro exilio en Miami, para catalizar la añoranza del verdadero hogar. Quién mejor que Marta, nuestra Marta, para ser la Marianne del Reino de España, así, vestidita de rojo, con el tinte del pelo gualda. Y más en estos tiempos, cuando ya no están los Martes y Trece para chotearse de tu emocionado fuelfo a España y sin ti no sé fifir. Quién mejor que tú, Marta...

Según mi amigo A.C.G., mejor Raphael. Escándalo sería un himno indiscutible.

Pero eso son maledicencias, Marta. El gesto ha sido indudablemente bonito y te querremos siempre. Pero, lo que es por mí, mejor dejamos el Himno Nacional sin letra.

Hazlo por Iniesta.

viernes, 9 de febrero de 2018

Oscars 2018: Del Toro, Nolan y sus afueras

En condiciones normales, más allá de la espuria utilización del arte como plataforma para reivindicaciones sociales o políticas coyunturales, la ceremonia de los premios de la Academia debería estar protagonizada por dos películas mayúsculas. Una de ellas -Dunkerque- obra maestra absoluta y la otra -La forma del agua- que se queda a apenas un centímetro de serlo. Ambas, cuando en el terreno de la ficción imperan los modos de las, a menudo excelentes, series televisivas, son un ejercicio de amor a los valores perdidos del cine, a la capacidad de convertir a las imágenes en vehículos más poderosos del relato que las palabras, experiencias inmersivas brillantes, con bandas sonoras a la altura.

Seguramente Holywood no permitiría a nadie más que a Christopher Nolan rodar una superproducción tan personal como Dunkerque, con más extras que efectos digitales y con poquísimas concesiones a la taquilla y a los premios. El resultado es colosal, un bombardeo estético, casi de cine mudo, que articula una emoción intensa y permanente. El miedo a perder la vida a cada instante se retrata con más lirismo y parecida intensidad que en la primera media hora de Salvar al Soldado Ryan. La presencia continua de la banda sonora es un elemento más de guión. Resulta brillante la estilización musical de Nimrod, de Elgar, para crear una atmósfera heroica dentro de la derrota. El dramatismo no necesita apoyarse en las interpretaciones de los actores, que apenas tienen diálogos porque al fin y al cabo, como en un gran fresco, el conjunto predomina sobre sus partes. Creo sinceramente que es lo mejor que ha hecho el director de Memento, Origen o Interstellar. Y eso es mucho decir.

Guillermo del Toro es un friki con una fe inquebrantable en lo que hace y un talento cinematográfico superlativo, por lo que, por muy refractario que uno sea al género fantástico, al comic y a extravagancias varias, consigue a veces arrastrarte a su universo imaginario sin que puedas ni quieras resistirte. Como en el Laberinto del Fauno, en La Forma del Agua lo vuelve a conseguir. De forma más poética si cabe. La escenografía, la dirección artística, un buen guión, la música de Desplat y unas formidables interpretaciones te llevan tan de la mano que asumes que un cuento es un cuento y que todo vale cuando es bello. Hasta le perdonas las concesiones gratuitas y oportunistas a temas candentes como el acoso sexual, la homofobia y la discriminación racial, que para eso Del Toro se juega el tipo y el dinero con esta apuesta personal.

Entre las dos cintas mencionadas deberían repartirse los premios a mejor película, dirección, fotografía, banda sonora y dirección artística. Pero creo que Dunkerque,sin mujeres coraje ni afroamericanos (los americanos no habían entrado aún en la guerra) se irá casi de vacío. Tiene ventaja La Forma del Agua porque, además de arrimar el ascua a lo políticamente correcto, tiene grandes interpretaciones, en particular Sally Hawkins, pero todo el elenco está de oscar, incluso el no nominado Michael Shannon.

Los oscar a actriz principal, actor de reparto y guión original serán las bazas de Tres anuncios en las afueras, de Martin McDonagh, excelente película aunque menor frente a las citadas. Una buena historia y guión con un giro sorprendente; ambientada en el medio rural americano, muy trillado ya como escenario tenebroso y surrealista, con una interpretación excepcional de Sam Rockwell y una algo más discutible de Frances McDormand. Aunque con papeles memorables a sus espaldas, la esposa de Joel Coen ha acabado convirtiéndose en un personaje en sí misma. Su rostro de piedra arenisca y su alergia a la peluquería disfrazan de intensidad cualquier mueca. Aunque es la favorita al premio, me parecen mayores los méritos de Sally Hawkins.

La ceremonia de entrega de los oscars siempre es un espectáculo aunque, con el precedente de los Globos de Oro, temo que se pueda convertir en un auto de fe, con Woody Allen, Kevin Spacey y todo el que se mueva tocados de capirote en la hoguera del #metoo y Oprah empuñando la antorcha. En ningún sitio se cazan mejor las brujas que en Holywood.