Hubo un tiempo en que Física, Filosofía e incluso Religión compartían el mismo objeto de estudio. Comprender el mundo. A menudo se volvían indistinguibles en su intención de dar respuesta a grandes preguntas, como la naturaleza de la conciencia o la existencia o no del libre albedrío. El filósofo científico dejó paso al humanista y al político que, de tanto mirarse el ombligo, acabó diluyendo el saber por excelencia en el estanque de las Letras. Afortunadamente en los últimos cien años la Física ha vuelto a recuperar el espacio de las grandes cuestiones filosóficas, con los descubrimientos y propuestas más fascinantes. E inquietantes.
La Física moderna se asienta sobre dos pilares fundamentales: la Teoría de la Relatividad y la Mecánica Cuántica. Un principio básico de ésta última, tan esencial como poco intuitivo es el que describe el colapso de la función de onda, que Schrödinger ilustró con su famoso experimento imaginario del gato. En términos sencillos viene a decir que mientras no observamos una partícula, ésta existe en todos sus estados posibles. Es el hecho de observar el que determina una sola de las posibilidades y descarta (colapsa) todas las demás. Esta propiedad, fácilmente demostrable en el movimiento de los electrones, es perfectamente extrapolable a cualquier sistema. Dicho de otro modo: Todas las realidades posibles existen a la vez superpuestas unas sobre otras, pero el hecho de observar solo nos permite tener conciencia de una. El problema radica en saber si somos nosotros los observadores o los observados y en qué medida el misterio filosófico de la conciencia reside en dicha observación.
Algunas interpretaciones clásicas de esto que en Física se conoce como el problema de la medida sugieren la existencia de múltiples universos paralelos (Everett-Witt). Algo así como que cada medida, observación o decisión divide el universo en ramas diferentes que coexisten en paralelo.
Para algunas sectas oportunistas de onda new age -que han encontrado un filón pseudocientífico en la palabra “cuántico”-, dado que existen infinitas realidades paralelas o superpuestas, debemos dedicarnos a encontrar aquella en la que somos multimillonarios, guapos a rabiar, campeones mundiales de algo o amantes de Scarlett Johansson, encaminados por un proceso de decisiones y entrenamiento mental que se encuentra a la venta en los libros de diferentes gurús. Para éstos la conciencia es algo individual y prácticamente omnipotente.
Una aproximación literaria –aunque bastante más sólida- a este fenómeno es la narrada por Robert J. Sawyer en su espléndida novela Flashforward. En ella se produce un apagón momentáneo y simultáneo de la conciencia de toda la humanidad y un breve desplazamiento de ésta en el tiempo debido a un fenómeno cósmico. Todo el mundo llega a conocer un breve fragmento de su futuro que, pese a cualquier intento por cambiarlo, será inexorable. Básicamente propone que la realidad está absolutamente predeterminada por una conciencia colectiva que es la que colapsa la función de onda. Y de paso sustenta inteligentemente el principio antrópico. Sólo puede haber una especie inteligente si es la conciencia colectiva de la humanidad la que determina el comportamiento del universo.
Otro interesante acercamiento al misterio de la conciencia como una matriz colectiva que genera realidades virtuales es la que, cinematográficamente, plantea The Matrix (1999). En el film quien actúa como observador, quien determina la realidad, es un supercomputador, una conciencia matricial a la que se conectan físicamente los cuerpos de cada ser humano. Las conciencias individuales, aunque puedan parecen reales son enteramente virtuales.
Desde el ángulo religioso no es sorprendente el interés y la contribución científica de la Iglesia tanto en Astrofísica como en Física cuántica. No hay que olvidar que el primero en formular la actualmente vigente Teoría del Big Bang fue el sacerdote católico Georges Lemaître en 1931. Desde luego es obvio que favorece una visión creacionista, pero cuánto más interesante aún puede resultarle la idea del observador cuántico único que determina la realidad, la de un Demiurgo omnisciente en el que encajar como un guante su concepto de Dios.
Otra importante vuelta de tuerca a la cuestión es la que ha dado el físico Roger Penrose (a mi juicio la mente más brillante del último siglo) junto con el anestesiólogo Stuart Hameroff. Conjuntamente han desarrollado una teoría especulativa que sienta las bases de una biofísica cuántica de la mente. A través de las propiedades cuánticas de una proteína, la tubulina, presente en los microtúbulos de todas las células, establece objetivamente las bases físicas de la conciencia y la relaciona con la gravedad cuántica. Digámoslo así, las fluctuaciones energéticas de unas estructuras minúsculas que pululan por nuestras células son las que deciden mucho antes que nosotros qué realidad percibimos de entre todas las posibles. En esa conexión entre mente y cerebro se encontraría el famoso observador.
A la luz de todo lo anterior resulta particularmente interesante el experimento realizado por John Bargh, psicólogo de Yale. En él se escanea cerebralmente a los participantes mientras se les pide que elijan apretar uno de los dos botones situados a su derecha e izquierda. Desde la toma de decisión consciente al hecho de apretar el botón transcurre de promedio un segundo. Lo sorprendente es que siete segundos antes de la decisión consciente, se puede prever por la actividad del cerebro cuál será esa decisión. En este estudio se sugiere la inexistencia del libre albedrío desde una nueva visión del inconsciente. Pero, puesto en relación con el planteamiento cuántico de la conciencia, su dimensión se vuelve más profunda.
Y aunque solo hace falta ir a El Corte Inglés y volver con diez cosas que no necesitas, para preguntarte si las decisiones que crees propias no las tomará otro, resulta como mínimo inquietante la posibilidad de que te estén todo el tiempo colapsando impunemente la función de onda.
¿O no, Scarlett querida?
Ah...perdón, eso era en otro universo.