domingo, 14 de marzo de 2021

Los rescatagallinas

 Hace unos años Carlos Lesmes -el presidente del Tribunal Supremo que, a su pesar, persevera en el cargo- lamentaba que "La Ley de Enjuiciamiento Criminal está pensada para los robagallinas y no para los grandes defraudadores"  y, si bien los efectos jurídicos de su queja ni han llegado ni se les espera, al menos consiguió rescatar del olvido una expresión que ha transitado la miseria de los siglos, de la picaresca al hambre, herrumbrada de guerra y de posguerra, viejuna de pleno derecho. El robagallinas, el germánico gomarrero, el que hurta para comer, por hambre como Jean Valjean -al que Victor Hugo le robó hasta la gallina y se la convirtió en barra de pan- o por necesidad o picardía o vicio. Siempre cosa menor, de castigo mayor. Pero ya nadie roba gallinas para pelarlas y comerlas. Ni barras de pan.

Ahora las gallinas son mucho más que el botín de un hurto, mucho más que un semoviente productivo de escaso entendimiento y derechos asociados a su, tradicionalmente cuestionada, dignidad. Ahora las gallinas son un símbolo. Son los osos panda del siglo XXI, cuando la sociedad ha vuelto los ojos a su sufrimiento, a su opresión atávica. Cada día se constituyen asociaciones a favor de su libertad sexual, sujetas al abuso y la violación reiterada por parte de sus congéneres masculinos. Por sus huevos. No menos importante ha sido que las gallinas despierten nuestras conciencias sobre sus condiciones de vida y nos rebelemos contra que sean criadas en jaulas y no en tierra, o dejemos parte de nuestro dinero en asegurarnos de que su crianza transcurra en libertad y con alimentación natural, aunque sea con maíz transgénico industrialmente desgranado. Pero, a pesar de todo, su destino sigue siendo el matadero, ese infierno al que las condena nuestra pasión depredadora, en lugar de acompañarnos en los parques o en las terrazas, picoteando distraídamente miguitas de pan de jubilado y alegrándonos los oídos con sus acompasados cacareos.



Por ello no pude menos que conmoverme esta tarde viendo por televisión a Oprah Winfrey  - incomodando la modestia de la Duquesa de Sussex- arrancarle la confesión de haber rescatado de una granja a una familia de gallinas internadas y ofrecerles un hogareño corral en los terrenos del casoplón de Los Ángeles en el que malviven, hasta el punto de que quizá lleguen a tener que pagar su seguridad privada (la de los Duques y la de las gallinas) por culpa de la racista Corona británica. Cómo es posible tildar de superficial y soberbia a Meghan Markle cuando es capaz de desprenderse en un momento de su vestido de Armani y la pulsera de Cartier de la entrevista para ir a alimentar de la mano a sus gallinas rescatadas, con una humilde cazadora de J.Crew y unas botas Hunter. Cómo no enternecerse también con las botas de Harry, más pensadas para vadear el Amazonas que para un gallinero y que le permitían estar en cuclillas con el culo a un metro del suelo. Y qué decir del informal y austero gesto de prestar un chándal de tallas grandes del Carrefour a Oprah para que compartiera la experiencia.

No puedo comprender cómo a estos modernos jóvenes concienciados contra las arcaicas e injustas obligaciones que derivan de sus reales privilegios se les puede tachar de autoindulgentes y egoístas cuando los imagino con el arrojo de asaltar cualquier Auschwitz avícola de Santa Mónica para liberar de los crematorios de Kentucky Fried Chicken a esas gallinas totémicas que simbolizan la lucha contra todos los males de nuestro tiempo: el fascismo, el machismo, el racismo, el cambio climático y trabajar para vivir. Jóvenes rescatagallinas serán nuestros partisanos, la avanzadilla de la nueva revolución.

Hago mío el estupor de cada what?? de Oprah y espero con impaciencia la próxima temporada de The Crown que dictaminará la verdad, mientras en Amazon Prime reponen, curiosamente, El Príncipe de Zamunda.

jueves, 11 de febrero de 2021

El laberinto de género

Hace algunas semanas me desconcertó leer en la prensa  la reseña de un anuncio de Ellen Page, la actriz de Juno y Origen, en la que se declaraba persona transgénero no binaria, que convertía su antiguo nombre de pila en  necrónimo (sí, como Prince) para pasar a llamarse Elliot, disponiendo además el pronombre adecuado para designar-le, que vendría a ser un he/they neutro en inglés, reconducible a un elle en castellano.

A ver, soy consciente de que mi indolente desidia sobre algunos temas me convierte en un hombre desactualizado y que cuando (como en el caso de esta chica/o/e) vienen acompañados indisolublemente de filosofías orientales, veganismo o formulaciones -digamos acientíficas- sobre la energía, tiendo a desecharlos en el contenedor amarillo de las ideas poco reciclables. Pero, en una sola noticia, tal acumulación de conceptos desconocidos e insólitos me ha dejado tan perplejo como a un Walt Disney descongelado accidentalmente en el Village. También me ha puesto en alerta sobre mi imperdonable ignorancia que, con estas líneas, pretendo empezar a subsanar. Y acaso ayudar a otros descatalogados intelectuales de mi calaña a orientarse por las procelosas y bizarras aguas de las Teorías de género.

Quien tenga claro que no es lo mismo sexo que género, ni identidad que orientación sexual, ya empieza mal; porque a los problemas idiomáticos de traducir teorías importadas se suma la ambigüedad deliberada de muchas de ellas por retorcer la semántica a la medida de sus postulados.

Uno podría pensar que el sexo es algo biológico y el género una categoría sociocultural asociada a ese sexo, aunque hay idiomas que ni siquiera tienen términos distintos para cada cosa y han sobrevivido plácidamente hasta nuestros días.  

Para el feminismo -pongamos convencional- el sexo es biológico y el género es una construcción social utilizada para subordinar a las mujeres con respecto a los hombres. Por tanto el género es algo en sí negativo. Además, tanto para sexo como para género, solo existen dos categorías: masculino y femenino. Todo lo demás son orientaciones sexuales, en ningún caso identidades. A eso llaman los críticos ser binario.

De la comunidad LGTBI, en particular de los trans (aquellos que, a diferencia de los cis, no se sienten identificados con su sexo biológico) surgen las identidades no binarias. Para empezar, introducen un tercer sexo que a la vez es género, como una mezcla más o menos neutra de identidad masculina y femenina que no tiene por qué concordar con su expresión física. Así las cosas, las identidades sexuales pueden ser masculinas, femeninas,  transgénero y también combinaciones de éstas, como bigénero o trigénero. A efectos taxonómicos, consigno otras categorías de género emergentes como los kathoey tailandeses o los maveriques (esto ya se lo mira usted, si eso). Se podrían añadir incluso más, hasta extremos de pesadilla de catalogador de vídeos porno. 

El salto cuántico, como en la Física, se produce con el principio de incertidumbre, que viene a ser la  tesis del género fluido, un reciente crisol  de antropología espiritual amerindia y hawaiana (A place in the middle) con presupuestos de la corriente intersexual (se la explicaría, pero se le va a hacer largo). Sostiene que ni género, ni identidad ni orientación sexual son una construcción social, que los géneros (cuántos sean, hay opiniones) están presentes en cada persona independientemente de su sexo morfológico y que pueden oscilar o fluir entre ellos en períodos largos, cortos, o incluso diarios. Vamos, que por la mañana uno puede sentirse torero y por la tarde folclórica o, como diría Heisenberg, no se puede determinar en un mismo momento el género, la identidad y la orientación sexual de una persona. Poderosos apoyos intelectuales sostienen esta tesis, como Miley Cirus, Ruby Rose o Steven Tyler.

Pero, con todo, el impulso más importante y quizá inquietante a las teorías de género lo proporciona el movimiento queer que, después de verse a sí mismos como los mutantes de Desafío Total y con una inteligente dialéctica neomarxista están decididos a ponerlo todo patas arriba. Partiendo sobre todo de la L del mundo LGTB -al que aportan la Q- se instalan en una heterofobia reactiva que combate la "cultura en que la heterosexualidad es obligatoria, así como la heteronormatividad y el heteropatriarcado" (importante y exitoso hallazgo en el que han encontrado la complicidad de muchas feministas). Conductistas militantes, descartan toda influencia de la biología en la determinación del género, la identidad o la orientación sexual, todo es producto del modelo social heterosexual opresivo que nos quiere parcelar en categorías. Y como el ser humano es más diverso que cada categoría por sí misma y los deseos son todos singulares, lo que procede es la autodesignación de la identidad (aquí creo que es donde encaja Page) y la autodeterminación de género. El movimiento va más allá de las cuestiones de género. Identifican como sujeto opresor a lo que llaman "ciudadano universal", a saber, varón, blanco, heterosexual y rico. Por ello extienden su causa a otras contiendas, como las luchas raciales, ecologistas o nacionalistas. Basta leer a uno de sus teóricos principales, Paul B. Preciado (antes Beatriz), notable filósofo discípulo de Derrida, para comprender el carácter revolucionario, neomarxista (Gramsci les aplaudiría con las orejas) y profundamente antisistema que se embosca en un movimiento de aparente liberación.

Y es aquí donde se abre la grieta con el feminismo al que la doctrina queer ha ido infiltrando. Además de discrepancias irreconciliables en temas como la prostitución o la gestación subrogada, hay quienes se han dado cuenta que los principios queer diluyen y desvirtúan el sujeto de la reivindicación feminista clásica (la mujer binaria), a la vez que retratan que el objeto del feminismo no es tanto la igualdad como únicamente los derechos de tales mujeres. La influencia queer, que se va extendiendo por ámbitos educativos, académicos, gubernamentales (véase la cúpula del Ministerio de Igualdad), o en movimientos sociales como el Me too o Antifa,  como un caballo de troya empieza a poner en su punto de mira también a las feministas heterosexuales. Que se lo digan a las Catherines (Deneuve y Millet). 

Celebraría que mi torpe intento por desenredar esta madeja ayude también a comprender la polémica dentro del propio Gobierno de este país ante la aprobación o no de leyes que permitan la autodeterminación de género. No sé si es mucho esperar.

Pero en tiempos de pandemia, no perdamos el optimismo. Aunque se prevé un largo acoso al llamado ciudadano universal y los varones blancos y heterosexuales caminemos hacia la extinción, no pierdo la esperanza que las leyes de autodeterminación de género se extiendan también a aspectos como la raza o incluso la especie y encontremos una salida.

Me pido ser lince ibérico.