Mis amigos siempre me recuerdan alguna de las extravagancias verbales a las que soy muy proclive en las tertulias de sobremesa, como los putonyos del tokaji (un vino húngaro que da para bastantes risas) o mi temerario interés por la Física, que me llevó a la imprudencia de mentar al ínclito bosón de Higgs en una cena hace más de una década. Debo señalar que la ocurrencia dio pábulo a tantos chascarrillos o más que la junta de la trócola de Gomaespuma, para regocijo de mis muy canallas aunque queridos íntimos. No es extraño que este miércoles uno de ellos me felicitase por el hallazgo en el LHC de una fluctuación consistente con el ahora más célebre y algo menos risible bosón, ascendido a la categoría de partícula de Dios por un curioso malentendido. Al premio Nobel de Física Leo Lederman se le ocurrió titular un libro de divulgación sobre el asunto como The Goddamn Particle: If the Universe is the Answer, What is the Question? que viene a decir algo así como la partícula del carajo o la maldita partícula, pero a su editor le pareció inapropiado y malsonante, suprimió el damn y lo dejó en The God Particle, la partícula de Dios, denominación que hay que reconocer que ha hecho fortuna. Por eso, pese al entusiasmo polemista de la prensa menos informada, ni la Iglesia parece muy inquieta por el descubrimiento, ni el mismo Dios se preocuparía mucho si anduviera por ahí, porque realmente no añade nada al debate sobre su inexistencia.
La misma prensa define con unanimidad ovina el Campo de Higgs como una fuerza que permea el Universo, responsable de conferir la masa a los componentes esenciales de la materia. En sus respectivos contextos suena tan hueco como recitar de memoria los cien primeros decimales del número Pi. Yo creo que el Campo de Higgs es algo así como el metabolismo, ese concepto bromatológico tan finamente retratado por Buenafuente. Al fin y al cabo el metabolismo es una tiranía fisiológica responsable de que dos individuos en condiciones y circunstancias similares o equivalentes adquieran masas arbitrariamente dispares. Vamos, que saliendo a correr por las mañanas, comiendo ensaladas, mientras mi pareja se atiborra a magdalenas, consigo pesar el doble que la muy puñetera, porque el maldito bosón metabólico, que acecha en cada esquina, espera a encontrar entre tus dientes un resto de turrón de las Navidades pasadas para meterte ¡zás! diez kilos de golpe. Y a la postre uno termina masivo como un protón -que en el fondo algo de positivo tenemos- mientras los más negativos se van por ahí flotando como electrones o inanes neutrinos, aunque se atiborren a chuletones. Una injusticia es lo que es el campo de Higgs y su bosón testaferro.
Por eso no me alegro tanto, por mucho que me felicite mi amigo. Siempre he detestado la abstrusa complejidad cuántica del Modelo Estándar. Como decía el Nobel Enrico Fermi "si pudiera recordar el nombre de todas estas partículas habría sido botánico, no físico". El Modelo Estándar de la Física de partículas que, en principio, completa el descubrimiento de Ginebra viene a ser a la comprensión del universo lo que interpretar una conversación con un sismógrafo. Debe de haber mucho más que se nos escapa, que pueda hacer más inteligible lo poco que conocemos. Lo sencillo acostumbra a ser más cierto que lo muy complicado.
Puede que el Campo de Higgs, una versión evolucionada del metafísico Éter, no sea otra cosa que la relación del Universo tetradimensional con dimensiones añadidas y futuros avances en esa línea resuelvan de paso el misterio de la Gravedad. Y nos lo acaben contando con teorías más elegantes, como las de cuerdas.
Mientras tanto me acordaré del bosón y del Peter Higgs que lo parió, cada Nochebuena, cuando vengan con los postres.