Temo que no se haya tomado conciencia suficiente de que podríamos estar a las puertas de una catástrofe sanitaria mundial capaz de empequeñecer a la reciente del ébola o a la del SIDA. Y no solo por su incidencia sobre la salud sino por sus consecuencias sociales y económicas. No recuerdo un mensaje de alarma más descorazonador que el de las distintas autoridades sanitarias latinoamericanas recomendando a las mujeres en edad fértil de sus respectivos países, que eviten quedarse embarazadas ante la expansión incontrolada -explosiva según la OMS- del virus zika en el continente americano. Puede que sus efectos en la población adulta no vayan mucho más allá de los de una gripe común, pero su asociación con los casos de microcefalia por infección durante el embarazo tiene todos los elementos para sembrar un pánico de consecuencias devastadoras.
Porque, en primer lugar, no hay ningún método eficaz de prevención que preserve a las embarazadas de la picadura del mosquito endémico vector de la enfermedad. Porque tampoco los métodos diagnósticos prenatales garantizan la detección precoz de la enfermedad en el feto -hasta el tercer trimestre de gestación no es fácil inferir el trastorno de las pruebas radiográficas- y porque tampoco hay garantías de que el cuadro no se desarrolle con posterioridad al nacimiento. Porque las malformaciones y efectos neurológicos consustanciales a la microcefalia son severos e incurables. Porque además los propios epidemiólogos calculan que no habrá una vacuna para el virus antes de diez años (recuerdo que, cuando apareció el VIH, se habló de cinco) con lo que el problema puede persistir al menos una generación. Por todo ello, cuántas de las mujeres que ahora piensan tener un hijo no se plantearán hacer caso de las recomendaciones de sus autoridades y aplacen, acaso indefinidamente, su decisión de ser madres.
Y ahí es donde entra el peor de los problemas. Pongamos que en el continente americano al menos una de cada cinco de esas mujeres (proporción muy conservadora) optase por la prudencia. Habría un déficit anual de cuatro millones de nacimientos. Pongamos que, dada la vertiginosa expansión del virus, éste se haga endémico en el resto del mundo en un año o dos. En tal caso y con las mismas premisas de moderada prudencia, en dos o tres años habrían dejado de nacer más niños que los muertos que ha ocasionado el VIH en toda su historia. Las consecuencias demográficas y socioeconómicas, en especial en los países de población envejecida, desencadenarían una crisis de proporciones impredecibles si la situación se mantiene en el tiempo, por no hablar de que la expresión generación perdida encontraría su acomodo perfecto. La sola percepción de que traer bebés al mundo sea un juego de ruleta rusa, es más peligrosa que la propia amenaza real del virus.
No quisiera soslayar el dramatismo personal que esta pandemia puede suponer para quienes desean ser padres, ante la perspectiva diabólica que parece presentar el futuro. Quizá haya suficientes lagunas en el conocimiento del zika y su relación con la enfermedad como para albergar esperanzas. Pero el verdadero virus de la catástrofe, el pánico, ya está sembrado.