Por repugnante que resulte el personaje, hay que admitir que la victoria de Trump en las presidenciales supone un triunfo de la democracia. Ganar teniendo en contra al poder institucional, a Wall Street y a prácticamente todos los medios de comunicación es un logro hasta ahora impensable. También es una lección para los que creen que todo se arregla con democracia, como si la mayoría tuviese, además del derecho, la razón (Hitler también ganó unas elecciones). Poco han aprendido los que, con estupor de monjas violadas, tachan de estúpidos e ignorantes a sus conciudadanos que han votado lo que a ellos no les gusta. Ni a mí, por cierto. Pero la verdadera estupidez es la de los que no lo han visto venir, los que creen que tipos como Trump son causa y no consecuencia de los males del sistema. No voy a repetir lo que
ya expliqué aquí en mayo sobre mis temores ante una tormenta perfecta en las presidenciales pero sí a constatar que los mismos errores sobre los que advertía se han llevado hasta el extremo de este fracaso. Es loable defender a las minorías y a los más o menos desfavorecidos pero no de modo tan absoluto que se flagele permanentemente con obstinadas letanías políticamente correctas a la mayoría de los que pueden votarte. Tiene que chirriarle a un obrero blanco en paro de Virginia escuchar a una triunfadora como Beyoncé que los mayores problemas de su país son el racismo y el machismo. Y más desde una candidatura bendecida por los poderes financieros responsables del declive de la clase media americana. Quizá los verdaderos ignorantes seamos los que tenemos educación universitaria porque con esa misma educación nos han inoculado como valores de fé algunos francamente cuestionables, como las bondades de la globalización.
El final de la Guerra Fría terminó en los 90 con el principal contrapeso del capitalismo. La -en principio deseable- apertura progresiva de los mercados internacionales desató una expansión financiera global descontrolada, un añadir precio sin añadir valor (a eso también se llama decadencia) y, en menos de dos décadas una brutal crisis que arrasó la falsa ilusión de prosperidad. La llamada globalización favorece en alguna medida a los países pobres que comercian con otros más ricos y a las multinacionales que deslocalizan su producción a lugares con mano de obra barata. El abaratamiento en los precios que podrían obtener los ciudadanos de los países ricos se lo quedan los márgenes de beneficio. Y esos ciudadanos, que van perdiendo sus trabajos sin poder disminuir su nivel de gasto, se empobrecen y se endeudan en favor de entidades financieras que también especulan y se lucran exponencialmente con su desgracia para que, cuando estalle el globo, asuma sus pérdidas el Estado que -caramba- también son esos ciudadanos. Ésta última, la globalización financiera, no favorece más que a un reducidísimo hatajo de despiadados canallas.
Y a esos descatalogados de la clase media, que se gastan 900 dólares en un iPhone fabricado en China por 200, que pagan cuatro dólares por una lechuga producida en México por 20 centavos o las medicinas veinte veces más caras que en cualquier otro país occidental, pretenden convencerlos de que son los auténticos privilegiados del sistema y de que abracen la globalización como la sacrosanta cruzada de la solidaridad universal.
Históricamente los períodos de decadencia van seguidos de grandes crisis y éstas siempre de guerras o revoluciones que arrasan con lo establecido para volver a arrancar desde sus cenizas. No hay más que recordar de qué decadencias surgieron el fascismo y el comunismo y adónde condujeron. Si no hubiesen aparecido Hitler, Lenin o Stalin, habrían sido otros con el mismo resultado. Son consecuencia, no causa.
Bien, ya tenemos nuestra decadencia y nuestra crisis y, a día de hoy la guerra ya no parece una opción. Faltaba saber qué clase de revolución nos espera. La victoria de Trump parece consolidar la también inesperada línea del Brexit: el nacionalismo económicamente proteccionista, la defensa populista y soberanista del modo y el nivel de vida de los países más acomodados. También la relajación de ciertos corsés ideológicos asentados como el ecologismo, el feminismo, la multiculturalidad o la tolerancia religiosa. A poco que mejoren -y puede pasar- la economía británica y la americana, promoverán el ascenso de corrientes afines al acecho en Francia, Holanda, Austria y en muchos otros países de una Unión Europea que será ya papel mojado. Le Pen, Farage, Wilders, Orban... el catálogo de xenófobos con posibilidades de gobierno o ya en ejercicio es interminable.
También tendrán su oportunidad los populismos de signo aparentemente contrario. La extrema izquierda, hasta ahora un tanto castrada ideológicamente por no poder culpar de todos los males a un Presidente americano negro y progresista, encontrará en la conjunción planetaria de Trump y la mayoría republicana en la Cámara, el Senado y el Tribunal Supremo, el Satán definitivo con el que poder desempolvar su antiamericanismo esencial y ofrecer exorcismos de corte neochavista quizá en Grecia, España, Portugal y, en general en la franja económica media/baja europea.
Y, si en su día fascismo y comunismo tenían como enemigo común la democracia liberal, los nuevos extremismos también comparten el suyo: la globalización. A lo mejor hasta tienen razón.
Todo esto no pretende ser una predicción, tan solo es el inventario de mis temores. Posiblemente el mundo que creíamos conocer ya no exista y alguna de esas revoluciones ya está en marcha. Las revoluciones son de suyo convulsas y traumáticas y aunque la selección natural funciona y muchas acaban siendo positivas a la larga, nunca es bueno que alguna te encuentre en su camino.
Esta vez espero no poder decir nunca que ya lo dije.