Ayer noche compartí mesa y mantel con un negacionista, un ejemplar característico, de los que añaden a su falta de conciencia ecológica toda una serie de taras concomitantes: afición taurina, machismo indisimulado... y se regocijan refutando muchas verdades universales que compartimos las personas razonables y confirman la Ciencia y los medios de comunicación. El fulano en cuestión tuvo la osadía de discutir la existencia de las islas de plástico y basura que se arremolinan en el Océano Pacífico y que -como es bien sabido- ocupan la extensiones equivalentes a países como Francia o Australia (según el día y el medio) o incluso la de continentes como África, cual alfombra de desperdicios tóxicos sobre la superficie del mar. De inmediato le mostré en mi teléfono las fotos que instantáneamente ofrecía Google para acreditarlo y que ilustran estas líneas, a lo que me repuso que apenas se veían unos metros y que, de ser cierto, cómo es posible que no haya imágenes de satélite de tan extensa inmundicia. Tuve que abandonar la discusión porque mi indignación subía peligrosamente -que al fin y al cabo es lo que buscan estos detestables sujetos. Ofender, eso es lo que buscan- y porque, tal vez por ello, no acertaba a encontrar las pruebas fotográficas en mi teléfono. Y, aunque la conversación del resto de los comensales fue derivando a otros terrenos, la furia que me había invadido mantuvo tensa en mi interior la polémica durante horas, que empleé en ratificar con más datos mis certezas. Bien, puede que no haya fotos de satélite de esas islas. Hay muchos intereses en ocultar estas cosas. No es tan descabellado que haya grupos de presión que coloquen estratégicamente a individuos en plataformas oceánicas para cegar con punteros láser a los satélites al pasar por la vertical. O hackers rusos o chinos. Lo que es innegable es que esas islas las ha visto mucha gente, casi tanta como al Yeti o a los extraterrestres de Roswell. Y todos los diarios y publicaciones importantes que lo afirman no pueden estar mintiendo. Es sentido común. Y nosotros somos los culpables. Ya sé que ahora no se ven apenas bolsas de plástico tiradas en las calles ni en las playa y que llevamos las bolsas de basura a contenedores y que las empresas de limpieza las procesan, las reciclan o las entierran. Pero no por eso dejamos de ser unos asesinos de delfines y tortugas cuando estamos en la caja del supermercado. Quién nos dice que la C.I.A. no adiestra a ejércitos de gaviotas para que desentierren los residuos plásticos de los vertederos y los trasladen a alta mar, donde las corrientes completarán el trabajo de crear una crisis ecológica mundial.
A poco que se rebusque en internet se encuentran datos científicos que dan las claves. Y esto es ciencia de la buena. Nada menos que The Ocean Cleanup Foundation y un estudio publicado en Nature. Esos restos plásticos se diluyen con el tiempo. Están di-lui-dos. Por eso a veces no se ven. Pero en los vórtices de las corrientes del pacífico se acumulan en la superficie y alcanzan concentraciones alarmantes de hasta 5.1 kg por kilómetro cuadrado. Lo afirma el estudio. Puede que este dato no nos diga gran cosa, pero podemos ilustrarlo con un ejemplo. Si tomamos como volumen de la superficie del mar los diez centímetros superiores, la concentración de residuos plásticos en estos extensísimos focos de contaminación, por los que podríamos caminar sin mojarnos los pies, equivale a un único tapón de botella de refresco flotando sobre una inundación de diez metros de altura en el estadio Santiago Bernabeu. Pero el tapón su-per-di-lui-do, eh! En toda esa agua. Tres gramos de plástico en sesenta mil millones de litros. Aterrador, ¿no?
Ya, a lo mejor no cree que se pueda caminar sobre todo ese plástico diluido. Ni que un funambulista lo haga sobre un condón estirado doscientos metros. Allá usted.
Negar que las islas de plástico existen...¿cabe mayor majadería?
Como bien diría Marx (Chico) ¿A quién va a creer, a Greenpeace o a sus propios ojos?