Hace unos años Carlos Lesmes -el presidente del Tribunal Supremo que, a su pesar, persevera en el cargo- lamentaba que "La Ley de Enjuiciamiento Criminal está pensada para los robagallinas y no para los grandes defraudadores" y, si bien los efectos jurídicos de su queja ni han llegado ni se les espera, al menos consiguió rescatar del olvido una expresión que ha transitado la miseria de los siglos, de la picaresca al hambre, herrumbrada de guerra y de posguerra, viejuna de pleno derecho. El robagallinas, el germánico gomarrero, el que hurta para comer, por hambre como Jean Valjean -al que Victor Hugo le robó hasta la gallina y se la convirtió en barra de pan- o por necesidad o picardía o vicio. Siempre cosa menor, de castigo mayor. Pero ya nadie roba gallinas para pelarlas y comerlas. Ni barras de pan.
Ahora las gallinas son mucho más que el botín de un hurto, mucho más que un semoviente productivo de escaso entendimiento y derechos asociados a su, tradicionalmente cuestionada, dignidad. Ahora las gallinas son un símbolo. Son los osos panda del siglo XXI, cuando la sociedad ha vuelto los ojos a su sufrimiento, a su opresión atávica. Cada día se constituyen asociaciones a favor de su libertad sexual, sujetas al abuso y la violación reiterada por parte de sus congéneres masculinos. Por sus huevos. No menos importante ha sido que las gallinas despierten nuestras conciencias sobre sus condiciones de vida y nos rebelemos contra que sean criadas en jaulas y no en tierra, o dejemos parte de nuestro dinero en asegurarnos de que su crianza transcurra en libertad y con alimentación natural, aunque sea con maíz transgénico industrialmente desgranado. Pero, a pesar de todo, su destino sigue siendo el matadero, ese infierno al que las condena nuestra pasión depredadora, en lugar de acompañarnos en los parques o en las terrazas, picoteando distraídamente miguitas de pan de jubilado y alegrándonos los oídos con sus acompasados cacareos.
Por ello no pude menos que conmoverme esta tarde viendo por televisión a Oprah Winfrey - incomodando la modestia de la Duquesa de Sussex- arrancarle la confesión de haber rescatado de una granja a una familia de gallinas internadas y ofrecerles un hogareño corral en los terrenos del casoplón de Los Ángeles en el que malviven, hasta el punto de que quizá lleguen a tener que pagar su seguridad privada (la de los Duques y la de las gallinas) por culpa de la racista Corona británica. Cómo es posible tildar de superficial y soberbia a Meghan Markle cuando es capaz de desprenderse en un momento de su vestido de Armani y la pulsera de Cartier de la entrevista para ir a alimentar de la mano a sus gallinas rescatadas, con una humilde cazadora de J.Crew y unas botas Hunter. Cómo no enternecerse también con las botas de Harry, más pensadas para vadear el Amazonas que para un gallinero y que le permitían estar en cuclillas con el culo a un metro del suelo. Y qué decir del informal y austero gesto de prestar un chándal de tallas grandes del Carrefour a Oprah para que compartiera la experiencia.
No puedo comprender cómo a estos modernos jóvenes concienciados contra las arcaicas e injustas obligaciones que derivan de sus reales privilegios se les puede tachar de autoindulgentes y egoístas cuando los imagino con el arrojo de asaltar cualquier Auschwitz avícola de Santa Mónica para liberar de los crematorios de Kentucky Fried Chicken a esas gallinas totémicas que simbolizan la lucha contra todos los males de nuestro tiempo: el fascismo, el machismo, el racismo, el cambio climático y trabajar para vivir. Jóvenes rescatagallinas serán nuestros partisanos, la avanzadilla de la nueva revolución.
Hago mío el estupor de cada what?? de Oprah y espero con impaciencia la próxima temporada de The Crown que dictaminará la verdad, mientras en Amazon Prime reponen, curiosamente, El Príncipe de Zamunda.