Pertenezco a una generación de hombres que dan biberones y cambian pañales, que no solo cocinan sino que hacen la comida, más allá del tópico de la barbacoa. Que no ayudan en casa sino que comparten o a menudo desempeñan en mayor medida las tareas domésticas, sin descuidar por ello las labores propias de su sexo, como cambiar la bombilla, la rueda del coche o perpetrar chapuzas en cualquier cosa que pueda dar calambre o tener un mecanismo. Por algún atavismo que todavía no nos han extirpado, cedemos el asiento a las damas, cargamos con las bolsas del supermercado y, en general, respetamos como sagradas todas las prebendas con que la injusticia histórica ha pretendido compensar magramente al llamado sexo débil.
Como gratificación por pagar en aras de la igualdad la dejadez retrógrada de nuestros padres, abuelos y demás antepasados varones, hemos obtenido una notable colección de perjuicios, desventajas e incluso vejaciones, rubricadas por el bonito principio de la igualdad efectiva, que es un sinónimo menos incómodo de la muy paradójica discriminación positiva. Esto es: si dadas las condiciones para que exista la igualdad de oportunidades, ésta no se traduce en la igualdad de resultados, se procederá a variar la igualdad de oportunidades hasta que se produzca el resultado igualitario. Y así, legitimado el feminismo como valor fundamental del sistema e instalado en ideologías con el motor agotado, los varones disfrutamos, por ejemplo, de agravantes penales por razón de sexo o de recargos en las pólizas de seguro de automóvil. O de que quepan en lo políticamente correcto todas las generalizaciones negativas sobre los hombres y positivas sobre las mujeres. Ya se sabe, ellas tienen menos accidentes porque conducen mejor (y, curiosamente, bastante menos), son más inteligentes como demuestran los resultados académicos (que son los que cuentan, no los premios Nobel, que están amañados), mientras nosotros no somos capaces ni de hacer dos cosas a la vez. Eso sí, se nos reconoce más fuerza física, lo que nos da ventaja en ciertos deportes (como el ajedrez que, siendo mixto, no tiene campeonas mundiales). No obstante unas amigas recientemente me han señalado con disgusto la poca repercusión que había tenido la medalla olímpica de waterpolo femenino, frente a la de baloncesto masculino. Y es que no se da suficiente visibilidad a las mujeres. Claro.
Para paliar tal oprobio, en este país hay una legión de Organismos, observatorios e instituciones públicas dedicados a asegurar la visibilidad de la mujer, por ejemplo, a través del lenguaje. Más allá del enternecedor miembros y miembras de alguna exministra recolocada en la ONU, ha habido en los últimos años una implacable labor de desmasculinización y desdoblamiento del género neutro. Al lado de los jueces han aparecido juezas y junto a los fiscales, fiscalas. Por algún olvido solo hay de momento criminales y no criminalas. También se ha preservado el masculino para los maltratadores y el femenino para víctimas. Todavía no hay víctimos, aunque 30 hombres murieron en 2009 a manos de sus parejas o exparejas. Algo habrían hecho. Tampoco, pese a la que está cayendo, está previsto introducir en los discursos políticos especuladores y especuladoras, corruptos y corruptas, imputados e imputadas ni culpables y culpablas.
También hay hombres de mi generación decididos a autoflagelarse y jalear como hare krishnas descalzos todas las chinchetas que se lanzan a su paso en forma de cuotas reservadas a mujeres, subvenciones y rebajas de exigencia por razón de sexo, que socavan los principios de mérito y capacidad. Y no digo yo que no haya que favorecer laboralmente a las mujeres con ocasión de las incapacidades temporales derivadas del embarazo y del parto. Y a madres y padres de las causadas por las lactancias correspondientes. Sí, lactancia paterna de Blemil Plus. Pero también muchas mujeres de mi generación se sienten incómodas y hasta indignadas cuando se las favorece como a discapacitadas permanentes, cuando su sobrada valía puede ser puesta en cuestión por un sistema injusto de atribución de méritos. Bastantes son a su vez madres y no gozan con la perspectiva de que en el futuro se discrimine a sus hijos frente a sus hijas.
Por eso cuando, luchando contra el sueño, en los escasos ratos libres que deja la crianza de mi pequeña hija, me pongo a leer el libro de moda de la educación temprana, uno que trae en la portada a un padre sosteniendo a un bebé entre sus piernas y, a las diez páginas, la pedagoga de turno me dice que es importante que intente implicar al padre en la motivación y estimulación de la criatura, me entran unas ganas endiabladas de sublevarme contra el feminismo imperialista de lesbiana amargada, la pedagogía meapilas, la secta de la corrección política de la ciudadanía del séptimo día, la madre que los parió y el padre gilipollas que acudió a las clases preparto a ponerse a horcajadas conteniendo con la respiración una contracción imaginaria y a que encima le recomendaran el puñetero libro.
Y digo yo, si a estas alturas lo socialmente progresista para alcanzar la no discriminación por razón de sexo no será... hacerse machista.