No sé qué me habrá impactado más, si los recientes disturbios raciales en la ciudad de Ferguson o el nombre del Estado de Misuri sobreimpresionado en la pantalla del televisor y escrito en los diarios. No voy a dármelas de avezado lingüista diciendo que no me hubiera resultado menos agresivo visualmente Missouri, que es como llaman a su tierra los misurianos (otro gancho a la mandíbula). Al contrario , después de las pertinentes comprobaciones, debo admitir que tanto Misuri como misuriano son los términos que bendice la Real Academia de la Lengua, que tampoco se anda con concesiones coloniales a sus vecinos de Misisipi y Luisiana.
Y es que -parafraseando a los clásicos de la pedagogía- la letra de topónimos y gentilicios con sangre entra, ya se derrame en episodios de violencia urbana, conflictos armados o catástrofes aéreas.
Sin ir más lejos que al Sudeste Asiático, de qué poco me ha servido leer a Emilio Salgari y sus Tigres de Malasia -que por entonces eran malayos- cuando uno de esos aviones tan dados a dejar plantados a los radares para aparecer en los sucesos, resulta ser tan malasio como su aerolínea y sus pilotos y la muchedumbre millonaria de ciudadanos de Malasia. Imagino al propio Sandokán -ahora pirata indonesio- perplejo bajo su turbante al descubrir que la R.A.E. reserva el término malayo para la etnia predominante y la lengua de sus tigres indomables.
Poco menos hostil que al señor Putin me resulta la palabra ucranio, en la que se empecina el Libro de Estilo de El País. Con mi autoridad de contertulio tabernario, convengo con la Academia en que, aunque el uso del gentilicio ucranio no es de suyo incorrecto, es preferible usar en castellano la forma ucraniano. Mi implacable lógica deductiva infiere que, análogamente, sus antiguos compatriotas de Crimea deberían considerarse crimeanos. Pero no, para éstos el Diccionario Panhispánico de Dudas prescribe la denominación de crimeos, que subliminalmente me los evoca más bajitos, morenos y proclives a comerse a los intrusos. No me extraña que haya guerras. Tiemblo al pensar que los de Donestk no tengan siquiera un gentilicio inteligible y que cualquier día algún académico proponga alguno que acabe de cabrearlos.
En fin, si algo he aprendido en esta canícula estival, cuando los becarios bogan como galeotes por las redacciones de los medios de comunicación, embruteciendo a las audiencias con sus faltas de ortografía, atentados gramaticales y toda suerte de vejaciones al idioma, es que conviene, antes de indignarse en exceso con algún término presuntamente desafortunado, obrar con la prudencia de los antiguos mariscales, que se cuidaban de quitarse el casco con penacho emplumado del uniforme de gala, no fuera a ser que desde el distante fragor de la batalla algún francotirador malintencionado acertara a verles el plumero.