martes, 19 de agosto de 2014

Misuri

No sé qué me habrá impactado más, si los recientes disturbios raciales en la ciudad de Ferguson o el nombre del Estado de Misuri sobreimpresionado en la pantalla del televisor y escrito en los diarios. No voy a dármelas de avezado lingüista diciendo que no me hubiera resultado menos agresivo visualmente Missouri, que es como llaman a su tierra los misurianos (otro gancho a la mandíbula). Al contrario , después de las pertinentes comprobaciones, debo admitir que tanto Misuri como misuriano son los términos que bendice la Real Academia de la Lengua, que tampoco se anda con concesiones coloniales a sus vecinos de Misisipi y Luisiana.
Y es que -parafraseando a los clásicos de la pedagogía- la letra de topónimos y gentilicios con sangre entra, ya se derrame en episodios de violencia urbana, conflictos armados o catástrofes aéreas.

Sin ir más lejos que al Sudeste Asiático, de qué poco me ha servido leer a Emilio Salgari y sus Tigres de Malasia -que por entonces eran malayos- cuando uno de esos aviones tan dados a dejar plantados a los radares para aparecer en los sucesos, resulta ser tan malasio como su aerolínea y sus pilotos y la muchedumbre millonaria de ciudadanos de Malasia. Imagino al propio Sandokán -ahora pirata indonesio- perplejo bajo su turbante al descubrir que la R.A.E. reserva el término malayo para la etnia predominante y la lengua de sus tigres indomables.

Poco menos hostil que al señor Putin me resulta la palabra ucranio, en la que se empecina el Libro de Estilo de El País. Con mi autoridad de contertulio tabernario, convengo con la Academia en que, aunque el uso del gentilicio ucranio no es de suyo incorrecto, es preferible usar en castellano la forma ucraniano. Mi implacable lógica deductiva infiere que, análogamente, sus antiguos compatriotas de Crimea deberían considerarse crimeanos. Pero no, para éstos el Diccionario Panhispánico de Dudas prescribe la denominación de crimeos, que subliminalmente me los evoca más bajitos, morenos y proclives a comerse a los intrusos. No me extraña que haya guerras. Tiemblo al pensar que los de Donestk no tengan siquiera un gentilicio inteligible y que cualquier día algún académico proponga alguno que acabe de cabrearlos.

En fin, si algo he aprendido en esta canícula estival, cuando los becarios bogan como galeotes por las redacciones de los medios de comunicación, embruteciendo a las audiencias con sus faltas de ortografía, atentados gramaticales y toda suerte de vejaciones al idioma, es que conviene, antes de indignarse en exceso con algún término presuntamente desafortunado, obrar con la prudencia de los antiguos mariscales, que se cuidaban de quitarse el casco con penacho emplumado del uniforme de gala, no fuera a ser que desde el distante fragor de la batalla algún francotirador malintencionado acertara a verles el plumero.

martes, 12 de agosto de 2014

Un año en Galicia

Al otro lado de la puerta de mi casa, vive mi vecino John, con su mujer Susana y sus dos hijos. De rostro amable y aspecto incluso más desaliñado que el mío, este inglés del Norte desafía el frío Nordeste coruñés (que al fin y al cabo viene de su tierra) sin apearse de su atuendo de veraneante de camping, fiel a su camiseta y sus bermudas hasta en lo más desapacible del invierno. Aunque solo intercambio con él conversaciones de ascensor -a las que parece tan poco aficionado como yo- sus ojillos vivaces me inspiran simpatía. Detecto en ellos un brillo travieso, como al borde de cualquier socarronería genial que acaso se pierda por el camino de la traducción mental del inglés a un castellano más que aceptable, pero que no parece el idioma en el que piensa. Como mi tono cordial no es mucho más que una forma de impostar mi timidez, calculo que necesitaríamos unos treinta pisos por encima del quinto para tener alguna entretenida conversación que siempre se queda en promesa.

Alguien del edificio me dijo que era escritor. Como en su buzón, contiguo al mío, figura su nombre completo -John Barlow- no tardé en preguntar al señor Google por su obra que, para mi decepción, está publicada en inglés. Sí, puedo leer en ese idioma pero me causa casi tanto esfuerzo como a Champollion descifrar la piedra Rosetta y no me espera a cambio la recompensa de la inmortalidad. Así que por un tiempo abandoné mi primera intención de fisgar en el talento literario del vecino. Una ulterior búsqueda más diligente me reveló la existencia de dos de sus libros publicados en español, aunque solo en versión digital: Avenida Hope, que pertenece a su aclamada serie de novelas negras ambientadas en su Leeds natal y Un año en Galicia (Everything but the squeal, en el original inglés ) con cuya lectura golosa este verano he disfrutado como un marrano en un charco, expresión presumiblemente desafortunada que pido se me dispense porque que de cerdos va la cosa. Desde las primeras páginas se propone la aventura de comerse un cerdo de morro a rabo sin dejarse nada en el camino que lo llevará a recorrerse, análogamente de punta a cabo, su tierra de adopción gallega. Nada más atinado, porque si existe algún elemento telúrico y vertebrador imprescindible para comprender la idiosincrasia de Galicia, sin duda es el cerdo.
Con la excusa del despiece porcino, su prosa elegante y afilada de ironía amable, que proporciona momentos verdaderamente hilarantes, retrata el carácter de un pueblo enroscado en la retranca, insólitamente empeñado en declararse celta y que a nada teme más que a una corriente de aire. Mucho más allá del tópico ofrece una visión tan lúcida como divertida de una tierra que consigue vivir desde dentro y desde fuera. En la persecución de las excelencias y extravagancias culinarias de este animal totémico y transversal donde los haya, despliega su confesa glotonería pero también el finísimo estilo de escritor gastronómico para distintas revistas de gourmets. No descarto que su otra condición, la de escritor de novela negra, influya en que el libro termine en matanza.

Por más que su intención pueda ser revelar a un público anglosajón las esencias ancestrales de esta esquina del mundo a través de una iconografía tan carnal como lúdica, nadie mejor que un gallego para reconocer en este libro un excelente retrato de nuestro ombligo colectivo.

Barlow merece con su obra un lugar destacado en la ilustre nómina de hispanistas británicos. Sus incursiones en la Galicia profunda y laberíntica evocan a Gerald Brennan recorriendo la Alpujarra, aunque con la ironía de un Monty Python en Judea  y el simpático deje guiri de Michael Robinson. Para entender Galicia, como para entender España puede que sea necesario ser inglés.