Circula por las redes un chiste según el cuál a la pregunta de qué significa la palabra "cotizar" un 85% de los gaditanos encuestados responde que un güijqui ezcocé. Seguramente otro tanto o más opinaría en Cádiz -y en cualquier parte del mundo- que Escocia es además la cuna original del whisky. Y esta vez errarían por poco. Es probable que sea tan importado de Irlanda como el gaélico que le da nombre (uisce beatha en la vertiente irlandesa, uisge beathahd en gaélico escocés, en ambos casos agua de fuego). Originario o no, hay que reconocer que han aportado tal esplendor a la artesanía del destilado más universal que nadie les debería negar el reconocimiento y la gloria de tal tradición como propia.
La antigua Caledonia se llama hoy Escocia en virtud de la denominación romana para los invasores norirlandeses de la parte Oeste de su territorio, los escotos de las Tierras Altas. El Este y el Sur lo ocupaban los fieros pictos, así llamados también por los romanos por su manía de pintarrajearse la cara y el cuerpo. Algo aparecido a las pintas que gasta el Braveheart cinematográfico de Mel Gibson,
aunque en la época del auténtico William Wallace haría ya más de mil años que habían abandonado la costumbre de maquillarse para salir a matar. No se sabe si Wallace conoció el hoy afamado whisky de su tierra. Lo que sí es seguro es que en su vida vistió esa faldita llamada kilt y mucho menos el tartán con las líneas cruzadas características de su clan (que tampoco tenía, era hijo de un galés). No es hasta el siglo XVIII, consumada ya la unión de los británicos -recientemente cuestionada en referendum-, cuando las tropas de los highlanders adoptan esa curiosa forma de vestir el manto tradicional dejando las piernas al aire. El listado tejido de tartán fue posteriormente introducido por un avispado industrial cuáquero inglés, Thomas Rawlinson. Así lo señala, entre otros, el reconocido historiador Hugh Trevor-Roper en su famoso ensayo incluido en el libro La invención de la tradición. También apunta el desprecio que por los montañeses de las Tierras Altas sentían tanto los escoceses de las Lowlands, por salvajes y desordenados, como los irlandeses, que los consideraban despectivamente como a sus parientes pobres. Paradójicamente fue la integración de los regimientos highlanders en el ejército británico y su diferenciación por colores, la que puso de moda el kilt. El movimiento romántico decimonónico, como en todos los nacionalismos, añadió el resto y traspuso lo que era una etiqueta militar a un supuesto símbolo de los viejos clanes que, por supuesto, nunca habían tocado el paño.
Y, si no puede sostenerse una identificación ni ancestral ni suficientemente antigua con estos dos emblemas de la identidad escocesa, qué nos queda. ¿La gaita?
Pues no, oiga. Conforme a su origen irlandés, el instrumento tradicional de los bardos gaélicos era el arpa. La gaita (cornamusa) no llega a Europa hasta la Edad Moderna procedente de Oriente. Una muy primitiva versión del instrumento se soplaba por las Highlands a finales del siglo XVI. A la mayoría de los habitantes de la Escocia de entonces, una amalgama de raíces pictas, sajonas y normandas, su sonido les resultaba tan estridente y bárbaro como sus montaraces paisanos. El desarrollo de la moderna gaita escocesa no tuvo lugar hasta el XIX. cuando precisamente su estridencia resultó particularmente útil en el campo de batalla para marcar el paso de los ejércitos que cimentaron la gloria -una vez más- del Imperio Británico.
aunque en la época del auténtico William Wallace haría ya más de mil años que habían abandonado la costumbre de maquillarse para salir a matar. No se sabe si Wallace conoció el hoy afamado whisky de su tierra. Lo que sí es seguro es que en su vida vistió esa faldita llamada kilt y mucho menos el tartán con las líneas cruzadas características de su clan (que tampoco tenía, era hijo de un galés). No es hasta el siglo XVIII, consumada ya la unión de los británicos -recientemente cuestionada en referendum-, cuando las tropas de los highlanders adoptan esa curiosa forma de vestir el manto tradicional dejando las piernas al aire. El listado tejido de tartán fue posteriormente introducido por un avispado industrial cuáquero inglés, Thomas Rawlinson. Así lo señala, entre otros, el reconocido historiador Hugh Trevor-Roper en su famoso ensayo incluido en el libro La invención de la tradición. También apunta el desprecio que por los montañeses de las Tierras Altas sentían tanto los escoceses de las Lowlands, por salvajes y desordenados, como los irlandeses, que los consideraban despectivamente como a sus parientes pobres. Paradójicamente fue la integración de los regimientos highlanders en el ejército británico y su diferenciación por colores, la que puso de moda el kilt. El movimiento romántico decimonónico, como en todos los nacionalismos, añadió el resto y traspuso lo que era una etiqueta militar a un supuesto símbolo de los viejos clanes que, por supuesto, nunca habían tocado el paño.
Y, si no puede sostenerse una identificación ni ancestral ni suficientemente antigua con estos dos emblemas de la identidad escocesa, qué nos queda. ¿La gaita?
Pues no, oiga. Conforme a su origen irlandés, el instrumento tradicional de los bardos gaélicos era el arpa. La gaita (cornamusa) no llega a Europa hasta la Edad Moderna procedente de Oriente. Una muy primitiva versión del instrumento se soplaba por las Highlands a finales del siglo XVI. A la mayoría de los habitantes de la Escocia de entonces, una amalgama de raíces pictas, sajonas y normandas, su sonido les resultaba tan estridente y bárbaro como sus montaraces paisanos. El desarrollo de la moderna gaita escocesa no tuvo lugar hasta el XIX. cuando precisamente su estridencia resultó particularmente útil en el campo de batalla para marcar el paso de los ejércitos que cimentaron la gloria -una vez más- del Imperio Británico.
Cierto es que algunas prohibiciones y no poca literatura romántica contribuyeron a que estos elementos identitarios se utilizaran en los últimos dos siglos y medio como vehículo de discordias y rebeldías, pero resulta llamativo cómo la elevación burda e interesada a tradiciones inmemoriales de costumbres modernas, acaba desfigurando tanto la Historia que la leyenda se asienta con mucha más fuerza en el imaginario colectivo, incluso de los más instruidos. Tampoco hace falta ir muy lejos para encontrar contumaces ejemplos del mismo proceso.
La ejecución de William Wallace, a mano de las huestes de Eduardo I de Inglaterra fue de las más atroces y despiadadas que refiere la Historia. Entre innumerables sevicias que no vienen a cuento, su cuerpo fue desmembrado para que no hubiera un sepulcro donde honrarlo. Ni, tal vez, donde pudiera revolverse al descubrir la imagen con que la posteridad le retrata. Con minifalda a cuadros de colegiala, burdamente maquillado como una fulana y con el tiroliro de fondo de las gaitas cantoras de las glorias de su enemigo.
Amigo Wallace, siempre nos quedará el whisky.
Amigo Wallace, siempre nos quedará el whisky.
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