Treinta y seis años después de la muerte del dictador que campeó por España algo más de otros tantos, no puede decirse que Francisco Franco haya conseguido pasar a la Historia. Podría entenderse que sus ya escasos nostálgicos se aferrasen a la memoria fabulada de un personaje tan patético como abominable, pero son, curiosamente, los más declaradamente antifranquistas los que no dejan de sacar al santo en procesión, como si les resultase imprescindible todavía para peinarse con la raya que separa el bien y el mal más absolutos. Es tan refractaria al sentido común la incapacidad para asumir el pasado de buena parte de la sociedad española que la historia contemporánea no merece ser escrita con mayúscula, embarrada todavía en las trincheras de la Guerra Civil.
No es extraño que el recién estrenado Diccionario de la Real Academia de la Historia haya encallado precisamente en la F de Franco, en cuya entrada se afirma que
su régimen fue autoritario pero no totalitario.
¡A las barricadas! Toque de corneta y reparto de munición contra el académico franquista que ha rebajado la dictadura de totalitaria a autoritaria. Políticos y contertulios, medios de comunicación y organizaciones cívicas de variados pelajes, todos a una pidiendo cuando menos la corrección del diccionario, cuando más su prohibición o su quema en plaza pública.
Desde luego, si no ganamos más competiciones deportivas es porque todavía no se ha inventado el campeonato mundial de capacidad de ridículo o el de ignorancia temeraria. Puede que no sea nada afortunado encomendar la redacción de la biografía del funesto general a un historiador como
Luis Suárez, de abiertas simpatías por su biografiado -como tampoco parece la mejor idea que de la entrada sobre Felipe González se encargue
Juan Luis Cebrián- pero le asiste toda la razón cuando académicamente califica el régimen de Franco como autoritario y no como totalitario, frente a la legión de tarugos que se rasga las vestiduras sin conocer ni por asomo la diferencia entre un término y otro.
Un
régimen autoritario o
autocrático suele ser personalista, habitualmente conservador o retrógrado y, si bien elimina las libertades y derechos fundamentales, no pretende normalmente ocupar ideológicamente todos los aspectos de la sociedad, sino mantener el poder y la vida pública en manos de una oligarquía. Van desde las monarquías absolutas a las dictaduras militares o regímenes populistas. El franquismo encaja bien en el concepto, como la coetánea dictadura de Salazar en Portugal, de Pinochet en Chile o las todavía vigentes en la Guinea Ecuatorial de Obiang o la monarquía marroquí.
Los
totalitarismos suelen surgir, en cambio, de un partido político, que se convierte en único y, desde una fuerte ideologización pretende fundirse con las instituciones del Estado, absorber la economía y exige la movilización política de sus ciudadanos, eliminando también sus derechos y libertades fundamentales. De ese carácter total del que toman su nombre son paradigmáticos el nacionalsocialismo alemán o el comunismo leninista, estalinista y sus continuaciones y satélites.
Dicho esto, no es necesariamente peor ni más sanguinario un régimen por ser autoritario o totalitario. No son grados de lo mismo, son sencillamente categorías científicas distintas, establecidas académicamente desde hace décadas para clasificar los sistemas políticos. Confundir la distinción científica con la justificación moral es mero revisionismo indocumentado.
Pese a toda la polémica generada, no creo que la nueva enciclopedia biográfica vaya a infligir graves daños neuronales a sus furibundos críticos, vista su escasa disposición a consultar un diccionario antes de ponerse en evidencia. En esta escalada del disparate ibérico no sería descabellado que surgieran partidarios de derogar la Ley de la gravedad, claramente preconstitucional y totalitariamente vigente en tiempos del autoritario Franco.