
Pero en la eterna rivalidad de ambos clubes, no siempre ha sido así. Antes al contrario, durante décadas el Madrid fue el paradigma de lo apolíneo, de la grandeza triunfante y del señorío, mientras el Barça se volvía más que un club a base de achacar a la conjura de los estamentos las victorias del rival. Hace veinticinco años, en la final de la Copa de Europa que perdió en Sevilla, el eje del Barcelona era tan dionisíaco como los Alexanco, Migueli, Víctor y Calderé y, si Schuster ponía un toque de calidad, equilibraba perfectamente con su mal carácter. Incluso con Cruyff en el Camp Nou, prosperó Bakero, el mejor especialista que recuerdo en cortar el juego a base de faltas. Presidentes como Núñez y Gaspar tampoco parecían iluminados por el sol de Apolo.
Pero, subidos al topicazo, el fútbol es así y ahí radica su grandeza. La gloria es para el que gana, jugando bien o no dejando jugar al adversario. Ahora que la selección española triunfa con el mismo juego de seda del Barça, olvidamos cuánto hemos envidiado los tres mundiales de Italia, o los dos de Argentina, auténticos embajadores de Dionisos en el fútbol, que elevaron la marrullería al terreno del arte. Nos sentíamos perdedores por falta de carácter, de intensidad, de picardía, por nenazas y porque todos los árbitros del mundo estaban contra nosotros.
Parece bueno para el fúbol que se imponga el jogo bonito frente al catenaccio, el estilo combinativo frente al vertical y directo, pero la posibilidad de alternativa engrandece el juego, acentúa su imprevisibilidad y con ello la pasión que despierta.
Para Nietzche, con la llegada de Sócrates y Platón, se impuso el racionalismo apolíneo en el mundo griego y el poder intentó ocultar esa dimensión oscura, sensorial y feroz de Dionisos. Con ello precipitó su decadencia política y artística, reflejada en las muy menores tragedias de Eurípides.
¿Será por esa imposición de lo apolíneo que han expulsado ayer a Pepe? ¿Nos querrá privar la UEFA de Mourinho, némesis imprescindible de Guardiola?