Bajo la inocente apariencia de una campaña contra el vandalismo, la Policía Nacional ha difundido a través de las redes sociales un vídeo con el que, en principio, pretende concienciarnos de que los destrozos de unos pocos los pagamos todos. Así, según ilustra el documento, reponer un contenedor de basura quemado cuesta 900 euros, una marquesina rota 10.000 y una señal de tráfico 2.500. No seré yo el que defienda a los cafres descerebrados que encuentran un placer insano -cuando no un demente cauce de expresión- en destrozar el mobiliario urbano, pero me malicio que detrás de la campaña se esconde el sutilísimo mensaje policial de: "Oiga, no sería mejor que, en lugar de perseguir a quinquis desharrapados de quién sabe qué tribu urbana, vayamos directamente a detener al fulano que vende al municipio un contenedor de plástico por 900 euros, cuando se encuentran con facilidad a precio minorista por unos 200. O una marquesina de las de esperar el autobús en un banquito, por el precio al que El Corte Inglés te amuebla la acera entera. O esa señal de lata que cuesta lo que una tele de plasma de sesenta pulgadas. Y, por supuesto, detengamos también al desalmado responsable público que se lo compra con el dinero del contribuyente."
Sí, señor. La Policía no da puntada sin hilo y señala veladamente a todas esas operaciones Pokémon, Carioca, Gürtell y ciento más, con las que anda ocupada que, como las carcomas, para cuando salen al exterior indican fatalmente que ya está todo el mueble infestado.
Muy académica y certeramente describe Cesar Molinas a los verdaderos responsables de lo caro que estamos pagando el pato de la crisis, en su imprescindible Teoría de la clase política española, publicada en El País. Cataloga a los políticos patrios como una élite extractiva, dotada de un "sistema de captura de rentas que permite, sin crear riqueza nueva, detraer rentas de la mayoría de la población en beneficio propio". Ya de por sí, la proliferación de esta clase parasitaria es galopante, pero si además aplicamos la incontinencia descentralizadora que ha padecido España en las últimas décadas, la infección se multiplica hasta lo irreversible y fatal. Si tuviera gracia sería como un chiste de vascos: oye Aitor, cuánto es 100 entre 17. Infinito me sale, Patxi. Pues poco me parece, oye. Total, que la nómina de cargos públicos de designación política se nos ha ido a más de 440.000, las empresas públicas inútiles a miles y el número de Entes, Organismos y chiringuitos de la tupida red clientelar... ni se sabe.
Y aunque hayan sido y son los partidos nacionalistas los primeros promotores de esta demanda interminable -ahora hasta piden la secesión con los gastos pagados-, son los partidos que han gobernado y los que no, los que han convertido esta alegre e insostenible hipertrofia administrativa en su modus vivendi, para acomodo -como dice Molinas- de deudos, familiares, nepotes y camaradas.
Lo peor es que siempre lo hemos sabido. Como decía a la juez el imputado dueño de la empresa Vendex: Señoría, ¿pero cómo cree que se consiguen las adjudicaciones? Y hemos mirado hacia otro lado, entonando los socorridos mantras de la corrección política: que si la corrupción no es algo generalizado, que si la gran mayoría de los políticos son honestos ... Como si no fueran sospechosos unos sujetos cuyo meritoriaje dentro de sus partidos consiste en lamer culos y pisar cabezas, para ascender en la torre y cambiar de culo y cabeza.
Eso sí, ahora nos recetan austeridad. En los recientes presupuestos un 52% del ahorro se detrae del despilfarro y un 48% de rascarnos aún más el bolsillo para mantenerlo. Que esto es como si el alto cargo que se pega una mariscada, sale del restaurante a buscar al primer transeúnte para pagar la cuenta a medias. Oiga, que antes era peor, que se la pagábamos entera. También es verdad.
En fin, no me queda más que felicitar a la Policía Nacional por la fina ironía de su vídeo y por ser hoy el día de su patrón, Los Ángeles Custodios. Que digan bien alto que la Policía no es tonta.
Que si hay colillas... 20 céntimos de impuestos cada una para que siga el latrocinio.
martes, 2 de octubre de 2012
viernes, 24 de agosto de 2012
Machismo progresista
Pertenezco a una generación de hombres que dan biberones y cambian pañales, que no solo cocinan sino que hacen la comida, más allá del tópico de la barbacoa. Que no ayudan en casa sino que comparten o a menudo desempeñan en mayor medida las tareas domésticas, sin descuidar por ello las labores propias de su sexo, como cambiar la bombilla, la rueda del coche o perpetrar chapuzas en cualquier cosa que pueda dar calambre o tener un mecanismo. Por algún atavismo que todavía no nos han extirpado, cedemos el asiento a las damas, cargamos con las bolsas del supermercado y, en general, respetamos como sagradas todas las prebendas con que la injusticia histórica ha pretendido compensar magramente al llamado sexo débil.
Como gratificación por pagar en aras de la igualdad la dejadez retrógrada de nuestros padres, abuelos y demás antepasados varones, hemos obtenido una notable colección de perjuicios, desventajas e incluso vejaciones, rubricadas por el bonito principio de la igualdad efectiva, que es un sinónimo menos incómodo de la muy paradójica discriminación positiva. Esto es: si dadas las condiciones para que exista la igualdad de oportunidades, ésta no se traduce en la igualdad de resultados, se procederá a variar la igualdad de oportunidades hasta que se produzca el resultado igualitario. Y así, legitimado el feminismo como valor fundamental del sistema e instalado en ideologías con el motor agotado, los varones disfrutamos, por ejemplo, de agravantes penales por razón de sexo o de recargos en las pólizas de seguro de automóvil. O de que quepan en lo políticamente correcto todas las generalizaciones negativas sobre los hombres y positivas sobre las mujeres. Ya se sabe, ellas tienen menos accidentes porque conducen mejor (y, curiosamente, bastante menos), son más inteligentes como demuestran los resultados académicos (que son los que cuentan, no los premios Nobel, que están amañados), mientras nosotros no somos capaces ni de hacer dos cosas a la vez. Eso sí, se nos reconoce más fuerza física, lo que nos da ventaja en ciertos deportes (como el ajedrez que, siendo mixto, no tiene campeonas mundiales). No obstante unas amigas recientemente me han señalado con disgusto la poca repercusión que había tenido la medalla olímpica de waterpolo femenino, frente a la de baloncesto masculino. Y es que no se da suficiente visibilidad a las mujeres. Claro.
Para paliar tal oprobio, en este país hay una legión de Organismos, observatorios e instituciones públicas dedicados a asegurar la visibilidad de la mujer, por ejemplo, a través del lenguaje. Más allá del enternecedor miembros y miembras de alguna exministra recolocada en la ONU, ha habido en los últimos años una implacable labor de desmasculinización y desdoblamiento del género neutro. Al lado de los jueces han aparecido juezas y junto a los fiscales, fiscalas. Por algún olvido solo hay de momento criminales y no criminalas. También se ha preservado el masculino para los maltratadores y el femenino para víctimas. Todavía no hay víctimos, aunque 30 hombres murieron en 2009 a manos de sus parejas o exparejas. Algo habrían hecho. Tampoco, pese a la que está cayendo, está previsto introducir en los discursos políticos especuladores y especuladoras, corruptos y corruptas, imputados e imputadas ni culpables y culpablas.
También hay hombres de mi generación decididos a autoflagelarse y jalear como hare krishnas descalzos todas las chinchetas que se lanzan a su paso en forma de cuotas reservadas a mujeres, subvenciones y rebajas de exigencia por razón de sexo, que socavan los principios de mérito y capacidad. Y no digo yo que no haya que favorecer laboralmente a las mujeres con ocasión de las incapacidades temporales derivadas del embarazo y del parto. Y a madres y padres de las causadas por las lactancias correspondientes. Sí, lactancia paterna de Blemil Plus. Pero también muchas mujeres de mi generación se sienten incómodas y hasta indignadas cuando se las favorece como a discapacitadas permanentes, cuando su sobrada valía puede ser puesta en cuestión por un sistema injusto de atribución de méritos. Bastantes son a su vez madres y no gozan con la perspectiva de que en el futuro se discrimine a sus hijos frente a sus hijas.
Por eso cuando, luchando contra el sueño, en los escasos ratos libres que deja la crianza de mi pequeña hija, me pongo a leer el libro de moda de la educación temprana, uno que trae en la portada a un padre sosteniendo a un bebé entre sus piernas y, a las diez páginas, la pedagoga de turno me dice que es importante que intente implicar al padre en la motivación y estimulación de la criatura, me entran unas ganas endiabladas de sublevarme contra el feminismo imperialista de lesbiana amargada, la pedagogía meapilas, la secta de la corrección política de la ciudadanía del séptimo día, la madre que los parió y el padre gilipollas que acudió a las clases preparto a ponerse a horcajadas conteniendo con la respiración una contracción imaginaria y a que encima le recomendaran el puñetero libro.
Y digo yo, si a estas alturas lo socialmente progresista para alcanzar la no discriminación por razón de sexo no será... hacerse machista.
Como gratificación por pagar en aras de la igualdad la dejadez retrógrada de nuestros padres, abuelos y demás antepasados varones, hemos obtenido una notable colección de perjuicios, desventajas e incluso vejaciones, rubricadas por el bonito principio de la igualdad efectiva, que es un sinónimo menos incómodo de la muy paradójica discriminación positiva. Esto es: si dadas las condiciones para que exista la igualdad de oportunidades, ésta no se traduce en la igualdad de resultados, se procederá a variar la igualdad de oportunidades hasta que se produzca el resultado igualitario. Y así, legitimado el feminismo como valor fundamental del sistema e instalado en ideologías con el motor agotado, los varones disfrutamos, por ejemplo, de agravantes penales por razón de sexo o de recargos en las pólizas de seguro de automóvil. O de que quepan en lo políticamente correcto todas las generalizaciones negativas sobre los hombres y positivas sobre las mujeres. Ya se sabe, ellas tienen menos accidentes porque conducen mejor (y, curiosamente, bastante menos), son más inteligentes como demuestran los resultados académicos (que son los que cuentan, no los premios Nobel, que están amañados), mientras nosotros no somos capaces ni de hacer dos cosas a la vez. Eso sí, se nos reconoce más fuerza física, lo que nos da ventaja en ciertos deportes (como el ajedrez que, siendo mixto, no tiene campeonas mundiales). No obstante unas amigas recientemente me han señalado con disgusto la poca repercusión que había tenido la medalla olímpica de waterpolo femenino, frente a la de baloncesto masculino. Y es que no se da suficiente visibilidad a las mujeres. Claro.
Para paliar tal oprobio, en este país hay una legión de Organismos, observatorios e instituciones públicas dedicados a asegurar la visibilidad de la mujer, por ejemplo, a través del lenguaje. Más allá del enternecedor miembros y miembras de alguna exministra recolocada en la ONU, ha habido en los últimos años una implacable labor de desmasculinización y desdoblamiento del género neutro. Al lado de los jueces han aparecido juezas y junto a los fiscales, fiscalas. Por algún olvido solo hay de momento criminales y no criminalas. También se ha preservado el masculino para los maltratadores y el femenino para víctimas. Todavía no hay víctimos, aunque 30 hombres murieron en 2009 a manos de sus parejas o exparejas. Algo habrían hecho. Tampoco, pese a la que está cayendo, está previsto introducir en los discursos políticos especuladores y especuladoras, corruptos y corruptas, imputados e imputadas ni culpables y culpablas.
También hay hombres de mi generación decididos a autoflagelarse y jalear como hare krishnas descalzos todas las chinchetas que se lanzan a su paso en forma de cuotas reservadas a mujeres, subvenciones y rebajas de exigencia por razón de sexo, que socavan los principios de mérito y capacidad. Y no digo yo que no haya que favorecer laboralmente a las mujeres con ocasión de las incapacidades temporales derivadas del embarazo y del parto. Y a madres y padres de las causadas por las lactancias correspondientes. Sí, lactancia paterna de Blemil Plus. Pero también muchas mujeres de mi generación se sienten incómodas y hasta indignadas cuando se las favorece como a discapacitadas permanentes, cuando su sobrada valía puede ser puesta en cuestión por un sistema injusto de atribución de méritos. Bastantes son a su vez madres y no gozan con la perspectiva de que en el futuro se discrimine a sus hijos frente a sus hijas.
Por eso cuando, luchando contra el sueño, en los escasos ratos libres que deja la crianza de mi pequeña hija, me pongo a leer el libro de moda de la educación temprana, uno que trae en la portada a un padre sosteniendo a un bebé entre sus piernas y, a las diez páginas, la pedagoga de turno me dice que es importante que intente implicar al padre en la motivación y estimulación de la criatura, me entran unas ganas endiabladas de sublevarme contra el feminismo imperialista de lesbiana amargada, la pedagogía meapilas, la secta de la corrección política de la ciudadanía del séptimo día, la madre que los parió y el padre gilipollas que acudió a las clases preparto a ponerse a horcajadas conteniendo con la respiración una contracción imaginaria y a que encima le recomendaran el puñetero libro.
Y digo yo, si a estas alturas lo socialmente progresista para alcanzar la no discriminación por razón de sexo no será... hacerse machista.
domingo, 8 de julio de 2012
Higgs, Dios y el metabolismo
Mis amigos siempre me recuerdan alguna de las extravagancias verbales a las que soy muy proclive en las tertulias de sobremesa, como los putonyos del tokaji (un vino húngaro que da para bastantes risas) o mi temerario interés por la Física, que me llevó a la imprudencia de mentar al ínclito bosón de Higgs en una cena hace más de una década. Debo señalar que la ocurrencia dio pábulo a tantos chascarrillos o más que la junta de la trócola de Gomaespuma, para regocijo de mis muy canallas aunque queridos íntimos. No es extraño que este miércoles uno de ellos me felicitase por el hallazgo en el LHC de una fluctuación consistente con el ahora más célebre y algo menos risible bosón, ascendido a la categoría de partícula de Dios por un curioso malentendido. Al premio Nobel de Física Leo Lederman se le ocurrió titular un libro de divulgación sobre el asunto como The Goddamn Particle: If the Universe is the Answer, What is the Question? que viene a decir algo así como la partícula del carajo o la maldita partícula, pero a su editor le pareció inapropiado y malsonante, suprimió el damn y lo dejó en The God Particle, la partícula de Dios, denominación que hay que reconocer que ha hecho fortuna. Por eso, pese al entusiasmo polemista de la prensa menos informada, ni la Iglesia parece muy inquieta por el descubrimiento, ni el mismo Dios se preocuparía mucho si anduviera por ahí, porque realmente no añade nada al debate sobre su inexistencia.
La misma prensa define con unanimidad ovina el Campo de Higgs como una fuerza que permea el Universo, responsable de conferir la masa a los componentes esenciales de la materia. En sus respectivos contextos suena tan hueco como recitar de memoria los cien primeros decimales del número Pi. Yo creo que el Campo de Higgs es algo así como el metabolismo, ese concepto bromatológico tan finamente retratado por Buenafuente. Al fin y al cabo el metabolismo es una tiranía fisiológica responsable de que dos individuos en condiciones y circunstancias similares o equivalentes adquieran masas arbitrariamente dispares. Vamos, que saliendo a correr por las mañanas, comiendo ensaladas, mientras mi pareja se atiborra a magdalenas, consigo pesar el doble que la muy puñetera, porque el maldito bosón metabólico, que acecha en cada esquina, espera a encontrar entre tus dientes un resto de turrón de las Navidades pasadas para meterte ¡zás! diez kilos de golpe. Y a la postre uno termina masivo como un protón -que en el fondo algo de positivo tenemos- mientras los más negativos se van por ahí flotando como electrones o inanes neutrinos, aunque se atiborren a chuletones. Una injusticia es lo que es el campo de Higgs y su bosón testaferro.
Por eso no me alegro tanto, por mucho que me felicite mi amigo. Siempre he detestado la abstrusa complejidad cuántica del Modelo Estándar. Como decía el Nobel Enrico Fermi "si pudiera recordar el nombre de todas estas partículas habría sido botánico, no físico". El Modelo Estándar de la Física de partículas que, en principio, completa el descubrimiento de Ginebra viene a ser a la comprensión del universo lo que interpretar una conversación con un sismógrafo. Debe de haber mucho más que se nos escapa, que pueda hacer más inteligible lo poco que conocemos. Lo sencillo acostumbra a ser más cierto que lo muy complicado.
Puede que el Campo de Higgs, una versión evolucionada del metafísico Éter, no sea otra cosa que la relación del Universo tetradimensional con dimensiones añadidas y futuros avances en esa línea resuelvan de paso el misterio de la Gravedad. Y nos lo acaben contando con teorías más elegantes, como las de cuerdas.
Mientras tanto me acordaré del bosón y del Peter Higgs que lo parió, cada Nochebuena, cuando vengan con los postres.
La misma prensa define con unanimidad ovina el Campo de Higgs como una fuerza que permea el Universo, responsable de conferir la masa a los componentes esenciales de la materia. En sus respectivos contextos suena tan hueco como recitar de memoria los cien primeros decimales del número Pi. Yo creo que el Campo de Higgs es algo así como el metabolismo, ese concepto bromatológico tan finamente retratado por Buenafuente. Al fin y al cabo el metabolismo es una tiranía fisiológica responsable de que dos individuos en condiciones y circunstancias similares o equivalentes adquieran masas arbitrariamente dispares. Vamos, que saliendo a correr por las mañanas, comiendo ensaladas, mientras mi pareja se atiborra a magdalenas, consigo pesar el doble que la muy puñetera, porque el maldito bosón metabólico, que acecha en cada esquina, espera a encontrar entre tus dientes un resto de turrón de las Navidades pasadas para meterte ¡zás! diez kilos de golpe. Y a la postre uno termina masivo como un protón -que en el fondo algo de positivo tenemos- mientras los más negativos se van por ahí flotando como electrones o inanes neutrinos, aunque se atiborren a chuletones. Una injusticia es lo que es el campo de Higgs y su bosón testaferro.
Por eso no me alegro tanto, por mucho que me felicite mi amigo. Siempre he detestado la abstrusa complejidad cuántica del Modelo Estándar. Como decía el Nobel Enrico Fermi "si pudiera recordar el nombre de todas estas partículas habría sido botánico, no físico". El Modelo Estándar de la Física de partículas que, en principio, completa el descubrimiento de Ginebra viene a ser a la comprensión del universo lo que interpretar una conversación con un sismógrafo. Debe de haber mucho más que se nos escapa, que pueda hacer más inteligible lo poco que conocemos. Lo sencillo acostumbra a ser más cierto que lo muy complicado.
Puede que el Campo de Higgs, una versión evolucionada del metafísico Éter, no sea otra cosa que la relación del Universo tetradimensional con dimensiones añadidas y futuros avances en esa línea resuelvan de paso el misterio de la Gravedad. Y nos lo acaben contando con teorías más elegantes, como las de cuerdas.
Mientras tanto me acordaré del bosón y del Peter Higgs que lo parió, cada Nochebuena, cuando vengan con los postres.
domingo, 10 de junio de 2012
Palabras para Julia
Tal vez ni siquiera te llamemos Julia. No lo sé. Mientras desciframos como un misterio gozoso las inquietas pataditas con las que anuncias tu llegada, tú no puedes volver atrás, porque la vida ya te empuja como un aullido interminable. Intento evitar que se desboque la ilusión de imaginarte, la tentación de figurarte de antemano con lo mejor de tu madre y lo poco bueno de tu padre. Al fin y al cabo lo suyo es que te alíes con el tiempo para desmentirme y modelar con tu propia mano lo que casi ya eres. Solo espero tener suficiente humildad para comprenderlo. En lo que llegas y, tirando de un poema de José Agustín Goytisolo que me viene a la cabeza, puede que no estén de más unas pocas palabras sobre el convulso mundo en el que se te espera como una buena noticia.
Ahora mismo las cosas están mal, para qué engañarte. También es verdad que suelen estar mal tantas o más veces que bien y uno nace cuando le toca. Yo que tú casi me alegraría de tardar todavía unos años en tener pleno uso de razón. Andamos perplejos, sumidos en un desastre económico a cámara lenta, intentando comprender lo que nos espera, como un condenado a la silla eléctrica haciéndose el cursillo de electricista. Puede que algún día cuando te cuente la caída de Lehman Brothers y la crisis del euro, te suene tan arcaico como a mí la Gran Depresión y la perra gorda. Y me mires como a una pintura rupestre. Y será bueno que sea así. Es mucho mejor despertar a la vida con la alegría de los hombres, que llorar ante el muro ciego, que es lo que se lleva ahora. No te perderás gran cosa, mientras estás ocupada en lo verdaderamente importante: reivindicar tu horario de comidas y alcanzar todos los juguetes y objetos que estén más lejos que tu mano.
Aunque no lo parezca, tienes motivos para el optimismo. Hasta ahora estos períodos de decadencia económica desembocaban siempre en guerras mundiales, hambrunas, pestes. A día de hoy no parece que se nos haya ocurrido nada tan truculento para salir de ésta. Puede que pasemos incomodidades y que lo que empieces a percibir cuando te toque pensar por tu cuenta es cuánto mejora todo, en lugar de cuánto hemos perdido los que ya estábamos aquí. A decir verdad, la Humanidad siempre progresa en términos generales, aunque a veces dé algunos pasos atrás para coger impulso. Además, como tu abuelo Claudio sentencia cuando aborda el tema del alarmismo climático (otra tontería pasajera, ya verás), nunca llovió que no escampase.
Además, no estamos tan mal. Seguramente tardará muchos años en importarte una higa, pero somos campeones de Europa y del mundo de fútbol, tenemos un tenista legendario batiendo records cada día, el mejor piloto de Fórmula 1. No te haces una idea de todos los años que ha tenido que esperar tu padre para contemplar semejantes prodigios fundacionales de un orgullo deportivo que tú traerás de serie. Para cuando puedas comprenderlo, seguramente estarás más interesada en la última película en 5D de una trilogía sobre vampiros polinesios, que comentarás con tus amigas en el perfecto inglés de vuestras conversaciones. Y darán igual las glorias y miserias del tiempo en que has nacido, sonarán a batallitas de ancianos mentalmente descatalogados.
Sin embargo, como todos, en tu época, en la mía y en cualquier otra, tendrás tus momentos de amargura. A veces te sentirás acorralada, te sentirás perdida o sola. Tal vez querrás no haber nacido. Se pasa rápido, descuida. Procura pensar que, pese a la que está cayendo, tus padres creemos que que nazcas es lo mejor que le puede pasar al mundo. Te dirán que la vida no tiene objeto (intenta no profundizar en la mecánica cuántica), que es un asunto desgraciado (hija mía, huye siempre, siempre de los aguafiestas)
Muy al contrario. La vida es bella, ya verás como a pesar de los pesares, tendrás amigos, tendrás amor. O al revés, tendrás amor y amigos, que Goytisolo no lo deja muy claro. Por si acaso tú ten amigos y luego todo el amor que puedas. Sobre todo el que des, que es un patrimonio que nadie puede arrebatarte. Al menos es lo que hace que un pesimista antropológico como tu padre haya amado siempre la vida como amará la que traes contigo.
La prima de riesgo, el colapso financiero internacional, la crisis institucional, el fin del euro, el corralito o lo que venga se disiparán antes o después como el humo de tantos incendios de la Historia. Una minucia ante la expectativa de sujetar tu cabecita en la bañera cuando, chapoteando feliz como solo puede serlo un niño, me regales tus primeras sonrisas. Si puede haber algo inolvidable, debe de ser eso.
Ahora mismo las cosas están mal, para qué engañarte. También es verdad que suelen estar mal tantas o más veces que bien y uno nace cuando le toca. Yo que tú casi me alegraría de tardar todavía unos años en tener pleno uso de razón. Andamos perplejos, sumidos en un desastre económico a cámara lenta, intentando comprender lo que nos espera, como un condenado a la silla eléctrica haciéndose el cursillo de electricista. Puede que algún día cuando te cuente la caída de Lehman Brothers y la crisis del euro, te suene tan arcaico como a mí la Gran Depresión y la perra gorda. Y me mires como a una pintura rupestre. Y será bueno que sea así. Es mucho mejor despertar a la vida con la alegría de los hombres, que llorar ante el muro ciego, que es lo que se lleva ahora. No te perderás gran cosa, mientras estás ocupada en lo verdaderamente importante: reivindicar tu horario de comidas y alcanzar todos los juguetes y objetos que estén más lejos que tu mano.
Aunque no lo parezca, tienes motivos para el optimismo. Hasta ahora estos períodos de decadencia económica desembocaban siempre en guerras mundiales, hambrunas, pestes. A día de hoy no parece que se nos haya ocurrido nada tan truculento para salir de ésta. Puede que pasemos incomodidades y que lo que empieces a percibir cuando te toque pensar por tu cuenta es cuánto mejora todo, en lugar de cuánto hemos perdido los que ya estábamos aquí. A decir verdad, la Humanidad siempre progresa en términos generales, aunque a veces dé algunos pasos atrás para coger impulso. Además, como tu abuelo Claudio sentencia cuando aborda el tema del alarmismo climático (otra tontería pasajera, ya verás), nunca llovió que no escampase.
Además, no estamos tan mal. Seguramente tardará muchos años en importarte una higa, pero somos campeones de Europa y del mundo de fútbol, tenemos un tenista legendario batiendo records cada día, el mejor piloto de Fórmula 1. No te haces una idea de todos los años que ha tenido que esperar tu padre para contemplar semejantes prodigios fundacionales de un orgullo deportivo que tú traerás de serie. Para cuando puedas comprenderlo, seguramente estarás más interesada en la última película en 5D de una trilogía sobre vampiros polinesios, que comentarás con tus amigas en el perfecto inglés de vuestras conversaciones. Y darán igual las glorias y miserias del tiempo en que has nacido, sonarán a batallitas de ancianos mentalmente descatalogados.
Sin embargo, como todos, en tu época, en la mía y en cualquier otra, tendrás tus momentos de amargura. A veces te sentirás acorralada, te sentirás perdida o sola. Tal vez querrás no haber nacido. Se pasa rápido, descuida. Procura pensar que, pese a la que está cayendo, tus padres creemos que que nazcas es lo mejor que le puede pasar al mundo. Te dirán que la vida no tiene objeto (intenta no profundizar en la mecánica cuántica), que es un asunto desgraciado (hija mía, huye siempre, siempre de los aguafiestas)
Muy al contrario. La vida es bella, ya verás como a pesar de los pesares, tendrás amigos, tendrás amor. O al revés, tendrás amor y amigos, que Goytisolo no lo deja muy claro. Por si acaso tú ten amigos y luego todo el amor que puedas. Sobre todo el que des, que es un patrimonio que nadie puede arrebatarte. Al menos es lo que hace que un pesimista antropológico como tu padre haya amado siempre la vida como amará la que traes contigo.
La prima de riesgo, el colapso financiero internacional, la crisis institucional, el fin del euro, el corralito o lo que venga se disiparán antes o después como el humo de tantos incendios de la Historia. Una minucia ante la expectativa de sujetar tu cabecita en la bañera cuando, chapoteando feliz como solo puede serlo un niño, me regales tus primeras sonrisas. Si puede haber algo inolvidable, debe de ser eso.
Y siempre siempre acuerdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso.
domingo, 29 de abril de 2012
Conciencia y libre albedrío
Hubo un tiempo en que Física, Filosofía e incluso Religión compartían el mismo objeto de estudio. Comprender el mundo. A menudo se volvían indistinguibles en su intención de dar respuesta a grandes preguntas, como la naturaleza de la conciencia o la existencia o no del libre albedrío. El filósofo científico dejó paso al humanista y al político que, de tanto mirarse el ombligo, acabó diluyendo el saber por excelencia en el estanque de las Letras. Afortunadamente en los últimos cien años la Física ha vuelto a recuperar el espacio de las grandes cuestiones filosóficas, con los descubrimientos y propuestas más fascinantes. E inquietantes.
La Física moderna se asienta sobre dos pilares fundamentales: la Teoría de la Relatividad y la Mecánica Cuántica. Un principio básico de ésta última, tan esencial como poco intuitivo es el que describe el colapso de la función de onda, que Schrödinger ilustró con su famoso experimento imaginario del gato. En términos sencillos viene a decir que mientras no observamos una partícula, ésta existe en todos sus estados posibles. Es el hecho de observar el que determina una sola de las posibilidades y descarta (colapsa) todas las demás. Esta propiedad, fácilmente demostrable en el movimiento de los electrones, es perfectamente extrapolable a cualquier sistema. Dicho de otro modo: Todas las realidades posibles existen a la vez superpuestas unas sobre otras, pero el hecho de observar solo nos permite tener conciencia de una. El problema radica en saber si somos nosotros los observadores o los observados y en qué medida el misterio filosófico de la conciencia reside en dicha observación.
Algunas interpretaciones clásicas de esto que en Física se conoce como el problema de la medida sugieren la existencia de múltiples universos paralelos (Everett-Witt). Algo así como que cada medida, observación o decisión divide el universo en ramas diferentes que coexisten en paralelo.
Para algunas sectas oportunistas de onda new age -que han encontrado un filón pseudocientífico en la palabra “cuántico”-, dado que existen infinitas realidades paralelas o superpuestas, debemos dedicarnos a encontrar aquella en la que somos multimillonarios, guapos a rabiar, campeones mundiales de algo o amantes de Scarlett Johansson, encaminados por un proceso de decisiones y entrenamiento mental que se encuentra a la venta en los libros de diferentes gurús. Para éstos la conciencia es algo individual y prácticamente omnipotente.
Una aproximación literaria –aunque bastante más sólida- a este fenómeno es la narrada por Robert J. Sawyer en su espléndida novela Flashforward. En ella se produce un apagón momentáneo y simultáneo de la conciencia de toda la humanidad y un breve desplazamiento de ésta en el tiempo debido a un fenómeno cósmico. Todo el mundo llega a conocer un breve fragmento de su futuro que, pese a cualquier intento por cambiarlo, será inexorable. Básicamente propone que la realidad está absolutamente predeterminada por una conciencia colectiva que es la que colapsa la función de onda. Y de paso sustenta inteligentemente el principio antrópico. Sólo puede haber una especie inteligente si es la conciencia colectiva de la humanidad la que determina el comportamiento del universo.
Otro interesante acercamiento al misterio de la conciencia como una matriz colectiva que genera realidades virtuales es la que, cinematográficamente, plantea The Matrix (1999). En el film quien actúa como observador, quien determina la realidad, es un supercomputador, una conciencia matricial a la que se conectan físicamente los cuerpos de cada ser humano. Las conciencias individuales, aunque puedan parecen reales son enteramente virtuales.
Desde el ángulo religioso no es sorprendente el interés y la contribución científica de la Iglesia tanto en Astrofísica como en Física cuántica. No hay que olvidar que el primero en formular la actualmente vigente Teoría del Big Bang fue el sacerdote católico Georges Lemaître en 1931. Desde luego es obvio que favorece una visión creacionista, pero cuánto más interesante aún puede resultarle la idea del observador cuántico único que determina la realidad, la de un Demiurgo omnisciente en el que encajar como un guante su concepto de Dios.
Otra importante vuelta de tuerca a la cuestión es la que ha dado el físico Roger Penrose (a mi juicio la mente más brillante del último siglo) junto con el anestesiólogo Stuart Hameroff. Conjuntamente han desarrollado una teoría especulativa que sienta las bases de una biofísica cuántica de la mente. A través de las propiedades cuánticas de una proteína, la tubulina, presente en los microtúbulos de todas las células, establece objetivamente las bases físicas de la conciencia y la relaciona con la gravedad cuántica. Digámoslo así, las fluctuaciones energéticas de unas estructuras minúsculas que pululan por nuestras células son las que deciden mucho antes que nosotros qué realidad percibimos de entre todas las posibles. En esa conexión entre mente y cerebro se encontraría el famoso observador.
A la luz de todo lo anterior resulta particularmente interesante el experimento realizado por John Bargh, psicólogo de Yale. En él se escanea cerebralmente a los participantes mientras se les pide que elijan apretar uno de los dos botones situados a su derecha e izquierda. Desde la toma de decisión consciente al hecho de apretar el botón transcurre de promedio un segundo. Lo sorprendente es que siete segundos antes de la decisión consciente, se puede prever por la actividad del cerebro cuál será esa decisión. En este estudio se sugiere la inexistencia del libre albedrío desde una nueva visión del inconsciente. Pero, puesto en relación con el planteamiento cuántico de la conciencia, su dimensión se vuelve más profunda.
Y aunque solo hace falta ir a El Corte Inglés y volver con diez cosas que no necesitas, para preguntarte si las decisiones que crees propias no las tomará otro, resulta como mínimo inquietante la posibilidad de que te estén todo el tiempo colapsando impunemente la función de onda.
¿O no, Scarlett querida?
Ah...perdón, eso era en otro universo.
La Física moderna se asienta sobre dos pilares fundamentales: la Teoría de la Relatividad y la Mecánica Cuántica. Un principio básico de ésta última, tan esencial como poco intuitivo es el que describe el colapso de la función de onda, que Schrödinger ilustró con su famoso experimento imaginario del gato. En términos sencillos viene a decir que mientras no observamos una partícula, ésta existe en todos sus estados posibles. Es el hecho de observar el que determina una sola de las posibilidades y descarta (colapsa) todas las demás. Esta propiedad, fácilmente demostrable en el movimiento de los electrones, es perfectamente extrapolable a cualquier sistema. Dicho de otro modo: Todas las realidades posibles existen a la vez superpuestas unas sobre otras, pero el hecho de observar solo nos permite tener conciencia de una. El problema radica en saber si somos nosotros los observadores o los observados y en qué medida el misterio filosófico de la conciencia reside en dicha observación.
Algunas interpretaciones clásicas de esto que en Física se conoce como el problema de la medida sugieren la existencia de múltiples universos paralelos (Everett-Witt). Algo así como que cada medida, observación o decisión divide el universo en ramas diferentes que coexisten en paralelo.
Para algunas sectas oportunistas de onda new age -que han encontrado un filón pseudocientífico en la palabra “cuántico”-, dado que existen infinitas realidades paralelas o superpuestas, debemos dedicarnos a encontrar aquella en la que somos multimillonarios, guapos a rabiar, campeones mundiales de algo o amantes de Scarlett Johansson, encaminados por un proceso de decisiones y entrenamiento mental que se encuentra a la venta en los libros de diferentes gurús. Para éstos la conciencia es algo individual y prácticamente omnipotente.
Una aproximación literaria –aunque bastante más sólida- a este fenómeno es la narrada por Robert J. Sawyer en su espléndida novela Flashforward. En ella se produce un apagón momentáneo y simultáneo de la conciencia de toda la humanidad y un breve desplazamiento de ésta en el tiempo debido a un fenómeno cósmico. Todo el mundo llega a conocer un breve fragmento de su futuro que, pese a cualquier intento por cambiarlo, será inexorable. Básicamente propone que la realidad está absolutamente predeterminada por una conciencia colectiva que es la que colapsa la función de onda. Y de paso sustenta inteligentemente el principio antrópico. Sólo puede haber una especie inteligente si es la conciencia colectiva de la humanidad la que determina el comportamiento del universo.
Otro interesante acercamiento al misterio de la conciencia como una matriz colectiva que genera realidades virtuales es la que, cinematográficamente, plantea The Matrix (1999). En el film quien actúa como observador, quien determina la realidad, es un supercomputador, una conciencia matricial a la que se conectan físicamente los cuerpos de cada ser humano. Las conciencias individuales, aunque puedan parecen reales son enteramente virtuales.
Desde el ángulo religioso no es sorprendente el interés y la contribución científica de la Iglesia tanto en Astrofísica como en Física cuántica. No hay que olvidar que el primero en formular la actualmente vigente Teoría del Big Bang fue el sacerdote católico Georges Lemaître en 1931. Desde luego es obvio que favorece una visión creacionista, pero cuánto más interesante aún puede resultarle la idea del observador cuántico único que determina la realidad, la de un Demiurgo omnisciente en el que encajar como un guante su concepto de Dios.
Otra importante vuelta de tuerca a la cuestión es la que ha dado el físico Roger Penrose (a mi juicio la mente más brillante del último siglo) junto con el anestesiólogo Stuart Hameroff. Conjuntamente han desarrollado una teoría especulativa que sienta las bases de una biofísica cuántica de la mente. A través de las propiedades cuánticas de una proteína, la tubulina, presente en los microtúbulos de todas las células, establece objetivamente las bases físicas de la conciencia y la relaciona con la gravedad cuántica. Digámoslo así, las fluctuaciones energéticas de unas estructuras minúsculas que pululan por nuestras células son las que deciden mucho antes que nosotros qué realidad percibimos de entre todas las posibles. En esa conexión entre mente y cerebro se encontraría el famoso observador.
A la luz de todo lo anterior resulta particularmente interesante el experimento realizado por John Bargh, psicólogo de Yale. En él se escanea cerebralmente a los participantes mientras se les pide que elijan apretar uno de los dos botones situados a su derecha e izquierda. Desde la toma de decisión consciente al hecho de apretar el botón transcurre de promedio un segundo. Lo sorprendente es que siete segundos antes de la decisión consciente, se puede prever por la actividad del cerebro cuál será esa decisión. En este estudio se sugiere la inexistencia del libre albedrío desde una nueva visión del inconsciente. Pero, puesto en relación con el planteamiento cuántico de la conciencia, su dimensión se vuelve más profunda.
Y aunque solo hace falta ir a El Corte Inglés y volver con diez cosas que no necesitas, para preguntarte si las decisiones que crees propias no las tomará otro, resulta como mínimo inquietante la posibilidad de que te estén todo el tiempo colapsando impunemente la función de onda.
¿O no, Scarlett querida?
Ah...perdón, eso era en otro universo.
sábado, 3 de marzo de 2012
Detengan a ese Hansen
Este viernes publica El País una entrevista con James Hansen. Si consideramos al ahora mediáticamente desaparecido Al Gore como el gurú del alarmismo climático, podemos decir sin lugar a dudas que Hansen es su máximo profeta, desde su púlpito en el Instituto Godard de la NASA que lidera. Este tipo, que gasta sombrero de explorador y cara de mala digestión, pontifica que la solución para frenar el calentamiento global y su consecuente hecatombe es penalizar con impuestos a las energías fósiles hasta que alcancen el precio (varias veces superior) de las energías limpias.
Nada menos. Quién dijo crisis.
Desde su histórica declaración de 1988 ante el Congreso de los Estados Unidos, que consiguió alertar a la opinión pública de los horrores del calentamiento global inminente, este individuo, cuyo fundamentalismo colateralmente le ha convertido en un hombre acaudalado, no ha dejado de encogernos el ánimo con profecías apocalípticas envasadas como predicciones científicas. Pero el tiempo pasa. Y algunos tienen memoria.
Por ejemplo, en su famoso informe de 1988, que dejo aquí para quien tenga la paciencia de leerlo, sostenía -con esa probabilidad de más del 99% que atribuye a todo lo que sostiene- que de seguir el ritmo de incremento del CO2 en la atmósfera (cosa que efectivamente sucede) la temperatura global media sería 4º más alta en 2050. Ahora mismo deberíamos andar por un grado y medio de incremento. Sin embargo, a día de hoy, la temperatura media apenas ha subido una décima.
Con no poca osadía predijo también que para el año 2000 el río Hudson anegaría ya las avenidas del bajo Manhattan, junto con la desaparición total del hielo del Ártico. Nada extraño teniendo en cuenta que estimaba una subida del nivel del mar de siete metros en los próximos cien años. Si alguien comprueba que, en los veinticuatro que ya han pasado, no ha subido por lo menos el metro sesenta que le corresponde es que el mar recibe sobornos de las petroleras para joder a este señor.
En un alarde de pundonor y, animado por el éxito cinematográfico de la incómoda verdad de Al Gore, en 2008 este sujeto volvió a la carga reafirmándose en la profecía de la hecatombe, con alguna corrección de última hora, como esas que hace la cofradía del IPCC, del que es promotor y miembro destacado, que en este mismo período ha pasado de pronosticar una subida de seis grados en cincuenta años a una de dos en cien. Lo próximo supongo que será como en las rebajas: 1.99 ,0,99 oiga.
Lo peor de Hansen y su tribu es que si, como creo, sabemos tan poco del clima del futuro que hay tantas posibilidades de un calentamiento como de un enfriamiento, en caso de que sobrevenga éste último la verdadera catástrofe será tener que afrontarlo con unos precios de la energía disparados por el alarmismo fundamentalista de unos y la codicia oportunista de otros.
Al fin y al cabo la doctrina del calentamiento global y el ecologismo en general han sido toda una bendición para la industria del petróleo y de los combustibles fósiles. Lejos de tener que competir a la baja con los precios de la energía nuclear, convertida en anatema ecológico, pueden permitirse tensar los precios, acercándose progresivamente a los altísimos límites de las llamadas energías limpias y seguir siendo competitivos.
Para quien no lo entienda, un par de datos:
En 1998 un kw/hora de energía eléctrica costaba en recibo en España 15 pesetas (9 cts.). Hoy cuesta 17,2 cts. (91% más)
En 1998 un litro de gasolina de 95 octanos costaba 110 pesetas (66 cts.). Hoy cuesta 1,43 €. (116% más)
El salario medio en España en 1998 era de 276.150 pesetas (1659,69 €). Hoy es de 1.860,77 €. (12% más)
Aunque a menudo no se da la verdadera importancia que tiene al precio de la energía en el fundamento de esta crisis catalogada como financiera, los datos deberían ilustrar la peligrosidad global de un fulano como Hansen que, como los sacerdotes aztecas, desde lo alto de la pirámide reclama más sacrificios humanos porque van perdiendo la guerra (así se las ponían a Cortés).
Por el bien de la Humanidad, detengan a ese tipo.
Nada menos. Quién dijo crisis.
Desde su histórica declaración de 1988 ante el Congreso de los Estados Unidos, que consiguió alertar a la opinión pública de los horrores del calentamiento global inminente, este individuo, cuyo fundamentalismo colateralmente le ha convertido en un hombre acaudalado, no ha dejado de encogernos el ánimo con profecías apocalípticas envasadas como predicciones científicas. Pero el tiempo pasa. Y algunos tienen memoria.
Por ejemplo, en su famoso informe de 1988, que dejo aquí para quien tenga la paciencia de leerlo, sostenía -con esa probabilidad de más del 99% que atribuye a todo lo que sostiene- que de seguir el ritmo de incremento del CO2 en la atmósfera (cosa que efectivamente sucede) la temperatura global media sería 4º más alta en 2050. Ahora mismo deberíamos andar por un grado y medio de incremento. Sin embargo, a día de hoy, la temperatura media apenas ha subido una décima.
Con no poca osadía predijo también que para el año 2000 el río Hudson anegaría ya las avenidas del bajo Manhattan, junto con la desaparición total del hielo del Ártico. Nada extraño teniendo en cuenta que estimaba una subida del nivel del mar de siete metros en los próximos cien años. Si alguien comprueba que, en los veinticuatro que ya han pasado, no ha subido por lo menos el metro sesenta que le corresponde es que el mar recibe sobornos de las petroleras para joder a este señor.
En un alarde de pundonor y, animado por el éxito cinematográfico de la incómoda verdad de Al Gore, en 2008 este sujeto volvió a la carga reafirmándose en la profecía de la hecatombe, con alguna corrección de última hora, como esas que hace la cofradía del IPCC, del que es promotor y miembro destacado, que en este mismo período ha pasado de pronosticar una subida de seis grados en cincuenta años a una de dos en cien. Lo próximo supongo que será como en las rebajas: 1.99 ,0,99 oiga.
Lo peor de Hansen y su tribu es que si, como creo, sabemos tan poco del clima del futuro que hay tantas posibilidades de un calentamiento como de un enfriamiento, en caso de que sobrevenga éste último la verdadera catástrofe será tener que afrontarlo con unos precios de la energía disparados por el alarmismo fundamentalista de unos y la codicia oportunista de otros.
Al fin y al cabo la doctrina del calentamiento global y el ecologismo en general han sido toda una bendición para la industria del petróleo y de los combustibles fósiles. Lejos de tener que competir a la baja con los precios de la energía nuclear, convertida en anatema ecológico, pueden permitirse tensar los precios, acercándose progresivamente a los altísimos límites de las llamadas energías limpias y seguir siendo competitivos.
Para quien no lo entienda, un par de datos:
En 1998 un kw/hora de energía eléctrica costaba en recibo en España 15 pesetas (9 cts.). Hoy cuesta 17,2 cts. (91% más)
En 1998 un litro de gasolina de 95 octanos costaba 110 pesetas (66 cts.). Hoy cuesta 1,43 €. (116% más)
El salario medio en España en 1998 era de 276.150 pesetas (1659,69 €). Hoy es de 1.860,77 €. (12% más)
Aunque a menudo no se da la verdadera importancia que tiene al precio de la energía en el fundamento de esta crisis catalogada como financiera, los datos deberían ilustrar la peligrosidad global de un fulano como Hansen que, como los sacerdotes aztecas, desde lo alto de la pirámide reclama más sacrificios humanos porque van perdiendo la guerra (así se las ponían a Cortés).
Por el bien de la Humanidad, detengan a ese tipo.
lunes, 20 de febrero de 2012
Oscars de hierro y seda
Ahora que termino de padecer a la insufrible Eva H conduciendo (por el arcén) la gala de los Goya, se me ocurre que si la triunfadora absoluta ha sido la pasable pero irregular No habrá paz para los malvados, de Enrique Urbizu, parece imperdonable el dispendio público de subvencionar casi todas las demás en pleno apocalipsis económico. También me malicio de que La piel que habito es la que se han dejado en el quirófano Belén Rueda, Victoria Abril o Melanie Griffith. Alguien me ha apuntado que el cirujano de la Baronesa Thyssen usa el mismo molde de troquelar pasas para todos sus diseños, que ademas de convertir a todas sus pacientes en replicantes en unos años más o menos, las deja tan justas de piel como inhabilitadas para comer fabada sin disgustos.
También he advertido que queda menos de una semana para los Oscar y es costumbre de este blog verter comentarios sobre los nominados y aventurar pronósticos temerarios sobre aquellos a los que ahora irán a parar las estatuillas de las que antes eran políticamente incorrectos ganadores. Menos mal que, al menos, vuelve Billy Cristal.
Empiezo por el óscar más cantado, el que con pocas dudas engordará la colección de Meryl Streep, esa diva shakespeariana de New Jersey, tan etérea que parece deslizarse sobre un frufrú de gasas. No osaré yo poner un pero a su mimética interpretación de la Thatcher en La Dama de Hierro, pero toda la película está tan al servicio de su lucimiento interpretativo que defrauda al menos exigente. Si uno espera algo de jugo de la apasionante dimensión política del personaje, se queda con un palmo de narices contemplando el enésimo dramón trillado sobre el alzheimer, digno de la sobremesa de Antena 3. Incluso un infalible actor como Jim Broadent (que encarna a Denis Thatcher) acaba convertido en lamentable comparsa, con apariciones tan innecesarias que insultan cualquier inteligencia. No niego la visión comercial de quien, embutiendo a la Streep en el traje de falda y chaqueta con sombrerito ridículo de la exprimera ministra, se ha asegurado el exito en la recaudación. Pero, desde el punto de vista histórico y artístico, el tratamiento narrativo de una figura tan interesante como poliédrica me parece un soberano desperdicio. Una pena, con lo cerca que viene a caer Downing Street de Buckingham Palace, lo lejos que se han quedado de la soberbia The Queen, de Stephen Frears.
Más competencia tendrá uno de los favoritos a alzar el óscar al actor protagonista pero, en las antípodas del histrionismo de Santa Meryl está la interpretación de seda de George Clooney en la muy notable Los Descendientes. Cierto que ese magnífico guionista y director que es Alexander Payne (Entre Copas, A propósito de Schmidt) le proporciona un pasillo genial entre lo dramático y lo cómico -digno solo de grandes cineastas- para alumbrar desde la contención el personaje de un cornudo inocente, sobrepasado y en bermudas, tan entrañable como patético, tán melancólico como perplejo, sin añadir un ápice de cinismo a su desconcierto y vulnerabilidad. Y como veo que me he arrancado a pares, mencionar el complemento del entorno, un Hawaii nublado y sin barrer, sin guirnaldas ni surferos, descolorido y cotidiano. Más que recomendable.
Y, aunque no haya merecido nominaciones por su otro filme en cartel, Los idus de marzo, no quiero dejar de señalar la dimensión que está adquiriendo Clooney tanto delante como detrás de las cámaras. Me ha sorprendido con su buena mano como guionista, por encima de sus otras facetas de productor y director. Me pregunto si con el tiempo llegará a igualar o superar a Clint Eastwood.
En fin, queda menos de una semana para la ceremonia de entrega de los Oscar. No prometo nada pero intentaré dejar por aquí alguna deposición crítica más antes del evento.
También he advertido que queda menos de una semana para los Oscar y es costumbre de este blog verter comentarios sobre los nominados y aventurar pronósticos temerarios sobre aquellos a los que ahora irán a parar las estatuillas de las que antes eran políticamente incorrectos ganadores. Menos mal que, al menos, vuelve Billy Cristal.
Empiezo por el óscar más cantado, el que con pocas dudas engordará la colección de Meryl Streep, esa diva shakespeariana de New Jersey, tan etérea que parece deslizarse sobre un frufrú de gasas. No osaré yo poner un pero a su mimética interpretación de la Thatcher en La Dama de Hierro, pero toda la película está tan al servicio de su lucimiento interpretativo que defrauda al menos exigente. Si uno espera algo de jugo de la apasionante dimensión política del personaje, se queda con un palmo de narices contemplando el enésimo dramón trillado sobre el alzheimer, digno de la sobremesa de Antena 3. Incluso un infalible actor como Jim Broadent (que encarna a Denis Thatcher) acaba convertido en lamentable comparsa, con apariciones tan innecesarias que insultan cualquier inteligencia. No niego la visión comercial de quien, embutiendo a la Streep en el traje de falda y chaqueta con sombrerito ridículo de la exprimera ministra, se ha asegurado el exito en la recaudación. Pero, desde el punto de vista histórico y artístico, el tratamiento narrativo de una figura tan interesante como poliédrica me parece un soberano desperdicio. Una pena, con lo cerca que viene a caer Downing Street de Buckingham Palace, lo lejos que se han quedado de la soberbia The Queen, de Stephen Frears.
Más competencia tendrá uno de los favoritos a alzar el óscar al actor protagonista pero, en las antípodas del histrionismo de Santa Meryl está la interpretación de seda de George Clooney en la muy notable Los Descendientes. Cierto que ese magnífico guionista y director que es Alexander Payne (Entre Copas, A propósito de Schmidt) le proporciona un pasillo genial entre lo dramático y lo cómico -digno solo de grandes cineastas- para alumbrar desde la contención el personaje de un cornudo inocente, sobrepasado y en bermudas, tan entrañable como patético, tán melancólico como perplejo, sin añadir un ápice de cinismo a su desconcierto y vulnerabilidad. Y como veo que me he arrancado a pares, mencionar el complemento del entorno, un Hawaii nublado y sin barrer, sin guirnaldas ni surferos, descolorido y cotidiano. Más que recomendable.
Y, aunque no haya merecido nominaciones por su otro filme en cartel, Los idus de marzo, no quiero dejar de señalar la dimensión que está adquiriendo Clooney tanto delante como detrás de las cámaras. Me ha sorprendido con su buena mano como guionista, por encima de sus otras facetas de productor y director. Me pregunto si con el tiempo llegará a igualar o superar a Clint Eastwood.
En fin, queda menos de una semana para la ceremonia de entrega de los Oscar. No prometo nada pero intentaré dejar por aquí alguna deposición crítica más antes del evento.
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