No resulta fácil para mucha gente distinguir el lenguaje cinematográfico del literario. A menudo, sobre la misma historia, la prosa visual de una película es mucho más elegante que la del libro de referencia. Otras veces, especialmente en la adaptación de obras consagradas, es difícil traducir su excelencia a imágenes y no falta quien sale del cine diciendo que le gustó más el libro. Y aunque sean lenguajes tan distintos entre sí como el de signos y la música hay paralelismos que resultan obvios: como el ensayo y el cine documental o el teatro y la novela en la gran mayoría de películas de ficción. Cisne negro es al cine lo que la poesía a la literatura. Darren Aronofsky elige brillante y valientemente la poesía visual como lenguaje narrativo y el resultado es de una sobrecogedora belleza. Sobre el ballet de El lago de los cisnes construye su propio ballet de exquisita escenografía y vibrante ritmo, que domina sobre una historia de obsesión y desdoblamiento. Si la magia de la ópera y la belleza de una voz pueden convertir a una señora gorda en la sensual Carmen o la deseada Violeta y emocionar hasta la lágrima, qué no hace la poderosa estilización visual de Aronofsky sobre la propia hermosura de Natalie Portman y su conmovedora interpretación. Una especie de Jekyll y Hide, donde el realismo va cediendo ante la esquizofrenia, matizado por un código de colores, del blanco y el rosa al negro, hacia un climax final sin otras concesiones que las estéticas. Muy coherente con el eje narrativo de la obsesión por la perfección.
No creo que la sublime música de Tchaikovsky consiga el Oscar, pero apoya, además de a la dirección, a una fotografía de profunda belleza y a un montaje de esas imágenes que confiere el ritmo perfecto al desarrollo del film. Aunque el premio en esas dos últimas categorías está caro este año.
No soy un gran amante del ballet, pero películas como Las zapatillas rojas (su ineludible referente de 1948) y Cisne Negro, hacen que tenga ganas de serlo.
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