Sudorosos y sofocados por el calor tropical de una tarde de la primavera de 1517, subían el Adelantado Don Francisco Hernández de Córdoba y sus principales una loma que dominaba la bahía donde habían fondeado las naos.Al llegar a la cima divisaron la figura altiva de un indígena de aquellas tierras, con los brazos cruzados sobre el torso, que les devolvió una mirada perpleja pero serena, con una curiosidad exenta de temor. Tomándolo por algún jefe local, se le acercaron solemnes y, tras intercambiar cualquier clase de saludos incomprensibles, señalaron con sus manos hacia el suelo intentando preguntar con gestos el nombre de aquella tierra ignota a la que habían arribado. Tras contemplar divertido sus aspavientos, el jefe maya sentenció grave: Yuuu-caaa-taaan. Los españoles intentarón pronunciar el nombre una y otra vez, señalando de nuevo hacia la hierba, para confirmar que así se llamaban aquellas tierras. El indio repitió una vez más Yuuu-caaa-taaan y, de este modo, toda la extensa península adquirió para siempre el nombre de Yucatán.
Años después Fray Toribio de Benavente descubriría que Yuu-caa-taaan en la lengua maya significa noo-teee-entiendo, como el honesto indígena intentaba expresar sin éxito a la avanzadilla de los conquistadores españoles de México.
Algo parecido sucedió al Capitán Cook en su primera expedición por la actual Australia. Preguntó a los nativos por el nombre de un curioso animal que se desplazaba dando saltos sobre sus patas traseras. En su lengua aborigen le respondieron Kaan-goo-roo, ignorando que acababan de bautizar al pobre animal como no-te-entiendo para la posteridad.
Pese a lo que pueda creerse, las barreras idiomáticas no han cambiado tanto a lo largo del tiempo. A menudo, cuando veo la versión española del manual multilingüe de algún aparato electrónico no sé si me entran más ganas de gritar Yuuu-caaa-taaann o Kaaan-gooo-rooo.
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